Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de ese melancólico momento de finales de agosto. Ese instante en el que guardas la sombrilla, te despides del chiringuito y asumes que la cruda realidad vuelve a llamar a tu puerta. Es la vuelta al cole. Y no, no me refiero a la de los niños. Me refiero a una mucho más traumática y ruidosa: la vuelta al cole de nuestros políticos.
Han vuelto. Han regresado a sus escaños, más morenos, visiblemente descansados y, por lo que parece, con el único propósito de recuperar en una semana el tiempo perdido en tirarse los trastos a la cabeza. Se acabaron las fotos en bañador en Doñana o en un yate en las Rías Baixas. Vuelven las corbatas, las caras de preocupación impostada y, por supuesto, el deporte nacional: la culpa es siempre del otro.
El tema estrella para este arranque de curso, como no podía ser de otra manera, son los incendios que han convertido media España en el decorado de una película postapocalíptica. Mientras el país ardía y los ciudadanos de a pie se jugaban el tipo, nuestros líderes estaban, en su mayoría, de merecidas vacaciones. Pero ahora han vuelto, y han vuelto con los deberes hechos. ¿Los deberes de prevención? No, hombre, no. Los deberes de oratoria. Han pasado la última semana de sus vacaciones no leyendo informes técnicos, sino preparando un arsenal de zascas, pullas y frases lapidarias para lanzárselas al rival.
La escena en el Congreso es digna de un patio de colegio el primer día de clase. Imaginemos la conversación:
Pedro (el delegado de la clase): «¡Señorías! Este verano ha sido una tragedia, pero la culpa es de las comunidades autónomas gobernadas por la oposición, que no han hecho sus deberes de limpiar el monte. ¡Alberto, a septiembre!».
Alberto (el niño que quiere ser delegado): «¡Falso! ¡La culpa es tuya, Pedro, por no darnos más dinero para lápices y gomas de borrar! ¡Te has gastado toda la paga en invitar a tus amigos a chucherías y ahora no hay para lo importante!».
Yolanda (la niña progre que se sienta al lado de Pedro): «¡El problema no son los deberes, es el sistema heteropatriarcal capitalista que oprime a los árboles! ¡Hay que crear una vicepresidencia para el bienestar del sotobosque!».
Santiago (el niño repetidor que se sienta al fondo): «¡La culpa es de los de fuera, que vienen a quemarnos los montes! ¡Hay que construir un muro de pinos ignífugos en la frontera!».
Y mientras ellos discuten, la profesora (una señora alemana llamada Úrsula que representa a Europa) les mira desde Bruselas con una mezcla de cansancio y resignación, probablemente pensando en por qué no se dedicó a la jardinería.
La realidad, documentada y tozuda, es que la gestión de los montes es una competencia mayoritariamente autonómica, pero la coordinación y los grandes recursos dependen del Estado. La realidad es que los recortes en prevención se han producido en comunidades de todos los colores políticos. La realidad es que el cambio climático es un problema global que exige una altura de miras que nuestros políticos guardan bajo llave, probablemente junto a su dignidad.
Pero la realidad es aburrida. No da titulares. Es mucho más divertido convertir el hemiciclo en un plató de Sálvame, donde lo importante no es encontrar una solución, sino dejar al otro como un inepto y un sinvergüenza. Y en eso, hay que reconocerlo, son unos auténticos maestros.
Así que, bienvenidos al nuevo curso político. Abróchense los cinturones, porque vienen meses de crispación, debates estériles y una cantidad de ruido que hará que echemos de menos el suave murmullo de las olas del mar. Al menos, una cosa es segura: mientras ellos se pelean por ver quién tiene la culpa del último desastre, ya están sentando las bases para el siguiente. Y eso, amigos, es la única promesa electoral que siempre cumplen.