Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos el placer de invitarlos a participar en el juego de azar más emocionante del verano. Olviden la Lotería de Navidad, olviden la Primitiva. Ha llegado el «Bingo de las Promesas Post-Catástrofe». Y el encargado de cantar los números, como cada año, es nuestro presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que se ha desplazado a una de las zonas cero de los incendios para demostrarnos que, aunque el paisaje cambie, el discurso es eterno.
Saquen sus cartones, que empezamos. El presidente, con un atuendo cuidadosamente escogido que grita «soy un hombre de Estado pero también me mancho las botas», se ha acercado a un atril. Detrás de él, un fondo de pinos que parecen sacados de una película de Tim Burton. Su gesto es grave, su voz, solemne. Y empieza a cantar:
«Declaración de zona de emergencia…»
¡BINGO! ¡La primera en la frente! Es el número de la casa, el que sale siempre. Es gratis, no compromete a nada concreto y viste mucho en un titular. ¡Tachamos la primera casilla!
«Movilización de todos los recursos del Estado…»
¡LÍNEA! ¡Qué rápido! Suena a que la Séptima Flota está de camino para regar los geranios de los afectados, pero en la práctica significa que enviarán a un par de técnicos a hacer un informe que se perderá en un cajón. ¡Seguimos tachando!
«Máxima celeridad en la tramitación de las ayudas…»
¡Otro número! Este es un clásico, un greatest hit. «Máxima celeridad» es un concepto temporal flexible en el universo burocrático, que puede significar desde «antes de las próximas elecciones» hasta «cuando las ranas críen pelo». Lo tachamos, pero con lápiz, por si acaso.
«No dejaremos a nadie atrás…»
¡BINGO! ¡El gordo! La frase fetiche, el comodín. Vale para una pandemia, una erupción volcánica, una crisis económica o para justificar por qué te has comido el último trozo de tarta. Es la promesa definitiva, tan bonita como etérea.
El discurso continúa, pero ya tenemos casi todo el cartón lleno. Es un ritual tan predecible que uno podría poner una grabación del año pasado y nadie notaría la diferencia. Solo habría que cambiar «volcán de La Palma» por «incendios de Castilla y León». Es el «Ctrl+C, Ctrl+V» de la solidaridad institucional.
Y mientras el presidente canta los números, los afectados, la gente que ha perdido sus casas, sus animales, sus recuerdos, escuchan con una mezcla de esperanza y escepticismo. Esperanza, porque a algo hay que agarrarse. Y escepticismo, porque ya han jugado a este bingo antes.
Hablemos con algunos de los ganadores de ediciones anteriores. Por ejemplo, con un agricultor de Valencia afectado por la DANA de hace unos años. «Sí, a mí también me cantaron ‘máxima celeridad'», nos cuenta mientras señala un campo que todavía parece un lodazal. «Deben de estar trayendo la ayuda a lomos de una tortuga coja, porque yo sigo esperando».
O con un vecino de La Palma, cuya casa fue sepultada por la lava. «A mí me tocaron todas las casillas del bingo», dice con ironía. «Me prometieron de todo. De momento, lo único que ha llegado con celeridad ha sido el siguiente recibo del IBI del terreno que ya no existe».
Y esa es la triste realidad de este juego. Una cosa es cantar los números y otra muy distinta es repartir los premios. El viaje de una promesa hecha delante de una cámara a un ingreso en una cuenta corriente es más largo, oscuro y lleno de peligros que el camino de Frodo a Mordor.
Así que, mientras el presidente termina su discurso y se sube al helicóptero, nosotros guardamos nuestro cartón de bingo. No lo tiren. Es reutilizable. Guárdenlo con cariño, porque, por desgracia, el año que viene, cuando otra catástrofe nos golpee, volveremos a jugar. Y los números, me temo, serán exactamente los mismos.