Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de un suceso casi milagroso, un evento tan raro en nuestras tierras que debería ser declarado festivo: una manifestación. Sí, amigos, el pueblo gallego, harto de que su paisaje se parezca cada verano al de Mordor, ha salido a la calle. Han gritado, han llevado pancartas y han expresado su legítimo cabreo por la gestión de los incendios. Y yo, desde mi consulta, no puedo evitar sentir una mezcla de orgullo y, a la vez, una profunda ternura. Porque somos adorables.
Se nos quema media comunidad autónoma, un desastre ecológico y económico que es la crónica de una muerte anunciada, ¿y qué hacemos? Salimos a la calle en una marcha ordenada, cantamos consignas con rima consonante y, como mucho, le gritamos «¡dimisión!» a un político que nos mira desde la ventana de su despacho con la misma preocupación que si viera pasar una nube.
Mientras tanto, a unos pocos cientos de kilómetros al norte, en Francia, nuestros vecinos galos elevan la protesta a la categoría de arte. El gobierno francés sube dos céntimos el precio de la baguette, y a las tres horas tienes el centro de París bloqueado con barricadas de neumáticos ardiendo. Los agricultores franceses, si no les gusta el precio de la leche, no escriben una carta al director; cogen sus tractores, van a la capital y vacían tres cisternas de purines en la puerta del Ministerio de Agricultura. ¡Eso es compromiso! ¡Eso es hacerse oír!
Y aquí es donde reside nuestra tragedia y, a la vez, nuestra comedia. En España tenemos una paciencia de santo Job. Aguantamos recortes, chapuzas, promesas incumplidas… y nuestra reacción suele ser un suspiro y un tuit indignado con muchas mayúsculas. Tenemos una capacidad de aguante infinita. Somos el pueblo del «bueno, qué se le va a hacer».
En Galicia llueve sobre quemado, literalmente. Llevan años denunciando lo mismo: el abandono del rural, que convierte los pueblos en geriátricos y los montes en polvorines. La «eucaliptización», esa brillante idea de plantar árboles que arden como la yesca porque crecen rápido y dan pasta. La precariedad de los brigadistas, esos héroes que se juegan la vida con contratos que duran menos que un verano. Lo denuncian plataformas como «Galicia en Chamas», lo dicen los expertos, lo sabe hasta el pulpo Paul desde el más allá. ¿Y la respuesta de la Xunta? La de siempre: un plan de prevención presentado en PowerPoint y la promesa de que «se investigará hasta las últimas consecuencias».
Y ante eso, ¿qué hacemos? Una manifestación pacífica. Y lo peor es que los mismos políticos cuya inacción ha provocado el desastre, al día siguiente saldrán en la tele a alabar nuestro «civismo» y nuestra «actitud ejemplar». ¡Pues claro que la alaban! Una protesta que no molesta es una protesta que se puede ignorar. Una manifestación que no corta una autopista ni quema un contenedor es, para ellos, ruido de fondo.
No estoy diciendo que tengamos que empezar a importar guillotinas. Pero, caramba, un poco de mala leche a la francesa no nos vendría mal. Un poco de esa determinación que hace que un político se lo piense dos veces antes de recortar en lo importante. Quizá si cada vez que se nos quema un monte, un par de tractores bloquearan la entrada al Parlamento gallego, el presupuesto para prevención de incendios aumentaría por arte de magia.
Así que, todo mi respeto para los gallegos que han salido a la calle. Es un primer paso. Pero nos queda mucho que aprender. Quizá deberíamos organizar intercambios de Erasmus para manifestantes. Que los nuestros vayan a París a un cursillo intensivo de «Cómo montar una barricada con estilo», y que los franceses vengan aquí a un seminario sobre «El arte de quejarse en la barra del bar». El intercambio cultural nos enriquecería a todos. Y, con un poco de suerte, el año que viene tendríamos menos incendios.