Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que interrumpir nuestra programación de desastres políticos y despropósitos tecnológicos para traerles una noticia que cambiará el curso de la historia. Un hito. Un descubrimiento a la altura de la penicilina, la ley de la gravedad o el mando a distancia. Científicos de una prestigiosa universidad, tras un arduo estudio de cinco millones de euros, con análisis de cohortes, revisión por pares y doble ciego, han llegado a una conclusión revolucionaria: comer porquerías te pone triste.
Lo sé. Tómense un momento para procesarlo. La ingesta recurrente de alimentos ultraprocesados, ricos en grasas saturadas, azúcares refinados y nombres impronunciables, está directamente correlacionada con un aumento de los síntomas de la depresión y la ansiedad. ¡Fascinante! ¡Inaudito! ¡Nadie podía haberlo imaginado!
Bueno, nadie excepto, quizá, unos 15 millones de abuelas españolas que llevan medio siglo predicando esta misma verdad con una cuchara de palo en la mano.
Y es por eso que, en un acto de justicia poética, hoy vamos a narrar la ceremonia que de verdad debería estar ocupando los titulares.
(Voz de documental solemne, tipo La 2)
Estocolmo, Suecia. El Salón Dorado del Ayuntamiento brilla con una solemnidad inusitada. La realeza, los académicos y los medios de comunicación de todo el mundo contienen la respiración. El presidente del Comité Nobel de Medicina se acerca al atril.
«Este año», comienza, con la voz quebrada por la emoción, «hemos decidido premiar no a un individuo, sino a una institución. Una institución cuyas investigaciones, publicadas oralmente durante décadas en cocinas, sobremesas y pasillos, han sentado las bases de la neuro-nutrición moderna. Damas y caballeros, el Premio Nobel de Medicina 2025 es para… el Consorcio Internacional de Abuelas Ibéricas«.
El público estalla en una ovación atronadora. Sube al escenario a recoger el galardón su portavoz, Doña Concha García, de 87 años, natural de un pueblo de Cuenca. Viste su mejor rebeca de punto y se acerca al micrófono con la parsimonia de quien ha pelado miles de patatas en su vida.
«Buenas tardes», comienza, ajustándose las gafas. «Agradezco mucho este premio en nombre de todas mis compañeras, aunque he de decir que llegáis un poco tarde. Llevo cuarenta años publicando mi tesis. Mi laboratorio era la cocina de mi casa. Mi muestra de estudio era mi nieto, Pablito. Y mi metodología era la observación directa, complementada con ensayos empíricos basados en el principio de ‘o te comes las lentejas, o te doy una colleja'».
Risas en la sala. El rey de Suecia asiente, conmovido, probablemente recordando a su propia abuela.
«Mi revolucionaria tesis, que hoy premian ustedes, se titulaba: ‘Niño, deja de comer esas porquerías, que se te está poniendo cara de pena’. Era una conclusión simple, directa y, sobre todo, barata. No necesité cinco millones de euros. Me bastó con ver la cara de tonto que se le quedaba al crío después de zamparse una bolsa de gusanitos y dos refrescos de color azul nuclear. La correlación era evidente: a más porquería, más mustio. A más cocido, más contento».
«Mi nieto, el pobre, me decía que eso eran cosas mías. Que no había ‘evidencia científica’. Que había que esperar a que lo dijera una revista en inglés con un nombre muy raro. Pues aquí está la evidencia. Cuarenta años después. Me alegro de que sus máquinas tan listas hayan llegado por fin a la misma conclusión que mi sentido común alcanzó en 1985».
«Este Nobel», concluye Concha, levantando la medalla, «no es para mí. Es para todas las abuelas que han luchado contra el imperio de la comida basura. Se lo dedico a las lentejas, al cocido, al gazpacho, a la tortilla de patatas y a la zapatilla, esa herramienta pedagógica tan infravalorada. Y un consejo para todos ustedes, que son gente muy lista: dejen de leer tanto paper y háganle un poco más de caso a sus abuelas. Y cómanse la verdura, coño».
La sala se pone en pie. La ovación es ensordecedora. En la primera fila, el CEO de una multinacional de snacks procesados llora amargamente. Las acciones de las legumbres se disparan en la bolsa de Nueva York.
Esta crónica, amigos, es la prueba de que hemos construido un mundo maravilloso. Un mundo en el que hemos externalizado nuestro propio sentido común. Necesitamos que un señor con bata blanca y un estudio publicado en The Lancet nos confirme lo que llevamos sabiendo desde que el primer homínido descubrió que comer bayas venenosas le daba dolor de tripa.
La ciencia es una herramienta prodigiosa, pero a veces, solo a veces, la sabiduría más profunda no está en un laboratorio. Está en la cocina de tu abuela. Y no hay nada más que añadir, señoría.