Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de la evolución. No de la de Darwin, con sus monos y sus pulgares oponibles. Hablamos de una evolución mucho más rápida, fascinante y peligrosa: la evolución del timo. Porque, amigos, el timo de la estampita no ha muerto. Simplemente, ha hecho un máster en informática, se ha sacado un certificado en diseño gráfico y ahora trabaja desde casa, probablemente en pijama.
La última genialidad de estos emprendedores de lo ajeno nos llega directamente a nuestra bandeja de entrada de Gmail. Es una obra de arte de la ingeniería social, una pieza de orfebrería de la picaresca digital. Te llega un correo. El asunto, escueto y misterioso: «Nueva notificación de voz».
¡Una notificación de voz! ¡Qué emoción! ¿Quién será? ¿Un admirador secreto? ¿El príncipe nigeriano, que ahora en lugar de escribirte te deja mensajes de audio? ¿Tu jefe, para decirte que estás despedido pero con un tono de voz aterciopelado para que no duela tanto? La curiosidad, esa fuerza de la naturaleza más poderosa que la gravedad, te puede. Haces clic.
Dentro del correo no hay un archivo de audio, claro. Hay un botón grande y lustroso que pone «ESCUCHAR MENSAJE». Parece un reproductor de verdad. Pulsas. Y ¡zas! Magia. Eres redirigido a una página que es un clon perfecto de la de inicio de sesión de Google. Tan perfecta que ni el propio Google la reconocería en una rueda de reconocimiento. «Para escuchar su mensaje», te dice amablemente, «por favor, inicie sesión de nuevo para verificar su identidad».
Y tú, con la misma inocencia con la que un paisano en 1920 le cambiaba su reloj de oro a un señor muy amable por un fajo de recortes de periódico, metes tu usuario y tu contraseña.
En ese preciso instante, a miles de kilómetros, en un sótano con poca luz y muchos cables, un chaval de 17 años con acné y un conocimiento de la psicología humana que ríete tú de Freud, recibe una notificación. Ya tiene las llaves de tu vida digital. Tu correo, tus fotos, tus contactos, tu cuenta del banco. Todo. Y tú te quedas mirando la pantalla, esperando un mensaje de voz que nunca llegará.
Esto es maravilloso. Hemos construido una civilización que puede mandar robots a Marte, que ha descifrado el genoma humano y que ha creado inteligencias artificiales capaces de escribir poesía. Pero nuestra principal vulnerabilidad, nuestro talón de Aquiles, sigue siendo exactamente la misma que la de nuestros tatarabuelos: somos unos cotillas.
El timador moderno ya no necesita ser un encantador de serpientes con labia. No necesita engatusarte en un callejón. Le basta con saber una cosa sobre ti: que tu miedo a perderte un chisme (lo que los modernos llaman FOMO) es infinitamente más fuerte que tu sentido de la supervivencia digital. Saben que la promesa de un secreto, de una «notificación de voz» anónima, es un cebo irresistible.
Hemos pasado del «timo de la estampita» al «timo del mensajito». Del «tocomocho» al «phishing». Pero la mecánica es la misma. Se aprovechan de nuestra avaricia o, en este caso, de nuestra curiosidad. Y lo más triste es que funciona. Funciona a las mil maravillas.
Así que la próxima vez que reciba un correo misterioso, antes de hacer clic como si no hubiera un mañana, párese a pensar. Pregúntese: ¿quién iba a querer dejarme un mensaje de voz en pleno 2025, la era del WhatsApp y de los audios de tres minutos que son, en realidad, un podcast? Probablemente, nadie bueno.
Porque en esta nueva jungla digital, el depredador ya no ruge. Ahora, te susurra al oído. Y te pide, por favor, que inicies sesión para poder devorarte mejor.