La Última Frontera del Conflicto: ¿Me Pone un Helado de ‘Préssec’ o de ‘Melocotón’?

Caricatura satírica del conflicto lingüístico en Cataluña, con dos hombres discutiendo por el idioma de un helado.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de una cumbre de alto riesgo, de una negociación más tensa que la de un desarme nuclear, de un incidente diplomático que ha llevado la crispación a su última y más deliciosa frontera: el mostrador de una heladería.

La escena es la siguiente: un apacible día de agosto, un ciudadano entra en un local, un oasis de paz donde la única decisión trascendental debería ser si pides cucurucho o tarrina. Se acerca al mostrador y, con la inocencia de un niño, comete el acto que desatará el apocalipsis: pide un helado. Pero, ¡ay, amigos!, no lo pide de cualquier manera. Lo pide en una de las dos lenguas cooficiales de esa tierra. Y ahí, en ese preciso instante, se lía. Se lía pardísima.

Porque en la España de 2025, hemos conseguido algo prodigioso: hemos convertido una conversación sobre sabores en una trinchera de la Guerra Civil. Hemos logrado que la elección entre «maduixa» y «fresa» sea una declaración de principios políticos.

Y lo más maravilloso de todo es que este conflicto, este drama que llena tertulias y alimenta tuits incendiarios, es una puta mentira.

Cualquiera que haya pasado más de diez minutos en Cataluña sabe que la realidad es infinitamente más aburrida y, por tanto, más sana. En la calle, la gente normal, esa inmensa mayoría silenciosa que no tiene tiempo para gilipolleces, vive en un glorioso y funcional bilingüismo. Le pides el pan al panadero en castellano y te contesta en catalán. Le preguntas al mecánico en catalán y te responde en un andaluz cerradísimo. Cambiamos de idioma en mitad de una frase sin que a nadie le dé un ictus. Es nuestra singularidad, nuestra riqueza. Es ese «mix» lo que nos hace únicos.

Son esos mismos catalanes, a los que algunos pintan como una secta de talibanes de la barretina, los que, cuando hay un incendio en Valencia o una inundación en Murcia, son los primeros en llenar camiones de ayuda y dejarse la piel por quien sea, sin preguntar en qué idioma dan las gracias.

Pero entonces, ¿de dónde sale el conflicto? Ah, amigos, el conflicto sale de los márgenes. Sale de los extremos. De esa pequeña pero ruidosa banda de cenutrios de ambos bandos que han convertido la lengua en su garrote vil particular. Por un lado, tenemos a los «Guardianes de la Esencia Castellana», esa gente que considera que pedir un «gelat de xocolata» es el primer paso hacia la balcanización del universo. Por otro, tenemos al «Sindicato de la Inmersión Lingüística hasta en la Sopa», esos que te miran con desprecio si pides «un café con leche» en lugar de un «cafè amb llet», como si hubieras insultado a su abuela.

Son cuatro gatos. Cuatro talibanes de la fonética que, en un mundo normal, serían ignorados. Pero este no es un mundo normal. Este es un mundo con políticos.

Y a los políticos, esta guerra les viene de perlas. Desde sus despachos con aire acondicionado en Madrid y en Barcelona, ven estos pequeños incendios y, en lugar de apagarlos, les echan gasolina. ¿Por qué? Porque la crispación da votos. El «ellos contra nosotros» es el manual más viejo de la política. Les permite no tener que hablar de los problemas de verdad: de la sanidad, de la vivienda, de por qué tu sueldo no te llega ni para pagar un helado, lo pidas en el idioma que lo pidas.

Y así es como el veneno que destilan cuatro amargados y que amplifican unos políticos irresponsables, acaba goteando en la sociedad. Y un día, por pura mala suerte, dos de estos cruzados de la lengua coinciden en la misma heladería. Y la lían. Y un periodista con pocas noticias que dar lo convierte en titular. Y el ciclo de la estupidez vuelve a empezar.

Mientras tanto, el resto de nosotros, la gente normal, seguimos a lo nuestro. Intentando convivir, trabajar y, si se puede, disfrutar de las pequeñas cosas. Como un helado en un día de calor. Una pequeña alegría que unos pocos se empeñan en amargarnos.

Así que, desde aquí, un mensaje para esa minoría ruidosa y sus patrocinadores políticos: dejen de dar la matraca. Dejen de buscar problemas donde no los hay. Y, sobre todo, dejen que la gente se pida un helado en paz. En el idioma que le salga del cucurucho.

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