Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de amor. De desamor. De esas relaciones tóxicas que se basan en el interés y que, al primer contratiempo, estallan en un drama de proporciones épicas. Hoy, amigos, tenemos que analizar la emotiva carta de ruptura que Ryanair le ha enviado a España.
Cojan un pañuelo, porque la cosa es para llorar (de risa).
CARTA ABIERTA DE RYANAIR A SU (HASTA AHORA) QUERIDA ESPAÑA
Querida España,
No sé muy bien cómo empezar esto. Me tiemblan las alas al escribirte. Después de tantos años juntos, de tantos despegues y tantos aterrizajes (algunos más suaves que otros), siento que hemos llegado a un punto muerto. No eres tú, España. Soy yo… que quiero pagar menos.
Creía que lo nuestro era especial. Creía que entendías mi filosofía de vida, mi alma de bajo coste. Yo te daba turistas en pantalón corto en pleno noviembre, y tú me dabas… bueno, me dabas aeropuertos. Y yo pensaba que eso era amor. Un amor basado en el respeto mutuo y en unas tasas aeroportuarias ridículamente bajas.
He construido mi imperio sobre unos pilares muy sólidos: asientos que no se reclinan, espacio para las piernas opcional, cobrarte hasta por respirar si pudiera, y un profundo y filosófico desprecio por cualquier cosa que se llame «tasa», «impuesto» o «contribuir al mantenimiento de las infraestructuras que uso». Y tú, durante años, lo has entendido. Has sido mi paraíso.
Pero has cambiado, España. Te has vuelto… cara. Has empezado a hablar como los demás. Has empezado a usar palabras feas, palabras que hieren mi alma de low-cost. Palabras como «sostenibilidad», «inversión en infraestructuras» y, la peor de todas, «subida de tasas de AENA». ¿Tasas? ¿A mí? ¿A Ryanair? ¿La empresa que inventó el billete de avión a 9,99€ (más 80€ de gastos de gestión y suplemento por llevar maleta)? Es una falta de respeto.
Me dices que los aeropuertos cuestan dinero. Que los controladores aéreos tienen la manía de cobrar a fin de mes. Que las pistas de aterrizaje hay que mantenerlas. ¡Excusas! Yo siempre he pensado que todo eso se pagaba solo, por arte de magia. Como el sol o el aire.
Y por eso, con el corazón roto y la calculadora en la mano, me has obligado a tomar esta decisión. Necesito un tiempo. Necesito reflexionar sobre lo nuestro. Y para reflexionar, voy a recortar un millón de asientos en tu país para este invierno. Me llevo los aviones a otros sitios. Me voy con Italia y con Marruecos. Ellos sí que me comprenden. Ellos saben que, para seducirme, hay que hablarme en mi idioma: el de los descuentos y las exenciones fiscales.
No te preocupes por ese millón de pasajeros que se van a quedar en tierra. No es un castigo. Es una prueba de amor. Para que reflexiones. Para que te des cuenta de lo que pierdes. Para que eches de menos mis aterrizajes con fanfarria y mis anuncios de rasca y gana a bordo.
Quizá, cuando entres en razón, cuando vuelvas a bajar las tasas a un nivel que no ofenda mi modelo de negocio, podamos volver a intentarlo. Quizá entonces podamos volver a ser lo que fuimos.
Con todo mi cariño (que es poco, porque el cariño es un coste variable que intento minimizar),
Ryanair.
Y esta, amigos, es la gloriosa pataleta. Es el berrinche del adolescente al que sus padres, después de años de darle paga, coche y casa gratis, un día le dicen que tiene que empezar a aportar algo para la factura de la luz. Y su reacción no es la de un adulto responsable. Es la de coger la puerta y amenazar con irse a vivir con los abuelos, que allí le consienten todo.
Ryanair ha construido un imperio sobre la base de exprimir al máximo los recursos públicos y las legislaciones laborales laxas. Ha sido el rey del «café para todos», pero exigiendo que su café fuera siempre gratis. Y ahora, cuando una empresa pública como AENA, tras congelar sus tarifas durante años para ayudar en la pandemia, decide actualizarlas (una subida que, por cierto, sigue dejando a España con unas de las tasas más bajas de Europa), la reacción de Ryanair es el chantaje.
«O juegas con mis reglas, o cojo mis juguetes y me voy».
Es la arrogancia de una multinacional que se ha acostumbrado a que los países se pongan de rodillas para recibir sus vuelos. Y durante mucho tiempo, ha funcionado. Pero quizá ha llegado el momento de recordarle a Ryanair y a otras como ella una cosa muy simple: que usar un aeropuerto, como usar cualquier otro servicio público, tiene un coste.
Y que si no te gusta, como se suele decir en España, tienes dos trabajos: aguantarte y joderte. O, en su defecto, irte a volar a Marruecos. A ver qué tal les va.
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