Buenas tardes, feligreses del absurdo. Hoy, en nuestro viaje dominical a las catacumbas de la memoria nacional, vamos a abrir un expediente que no huele a polvo, sino a fuel. Un archivo negro, espeso y pringoso. Hoy vamos a recordar el día en que un barco moribundo vomitó sus entrañas sobre nuestras costas y nuestro Gobierno, en lugar de actuar como un equipo de cirujanos, decidió hacer de payaso en el funeral. Hoy, amigos, recordamos el desastre del Prestige.
Acto I: La Crónica de una Muerte Anunciada (y Remolcada mar Adentro)
Noviembre de 2002. Un petrolero monocasco, una cafetera flotante llamada Prestige, con más años que Matusalén y una bandera de conveniencia de las Bahamas, sufre una vía de agua frente a las costas de Galicia. En sus entrañas: 77.000 toneladas de veneno. De chapapote. La tormenta es perfecta. El barco se parte. La tripulación pide auxilio. Pide un puerto refugio para intentar contener el vertido.
Y aquí es donde cualquier país con dos dedos de frente habría activado un plan de emergencia, habría llevado el barco a una ría protegida y habría desplegado todas las barreras del mundo. Pero esto es España. Y en España, a veces, nos gusta aplicar el pensamiento lateral. El ministro de Fomento de la época, Francisco Álvarez-Cascos, en un alarde de genialidad estratégica, tomó una decisión que se estudiará en los manuales de «cómo convertir un problema grave en una catástrofe bíblica»: ordenó alejar el barco.
Sí. Alejarlo. Remolcarlo mar adentro. Hacia el «quinto pino», en sus propias palabras. La lógica era la de un niño que, en lugar de limpiar la mancha de chocolate de la alfombra, la esconde debajo del sofá. Si no lo vemos, no existe. El problema es que el barco seguía vomitando veneno, y el sofá era el Océano Atlántico, que tiene la mala costumbre de tener corrientes. Y esas corrientes, oh sorpresa, se dirigían directamente a la costa que se pretendía «proteger».
Acto II: El Ministerio de la Eufemística y los «Hilillos de Plastilina»
Mientras el monstruo de chapapote se cocinaba a fuego lento en el mar, en Madrid se activó otro protocolo de emergencia: el de la negación. El Gobierno de José María Aznar, con una maestría en el arte de la neolengua que haría palidecer al propio Orwell, se lanzó a una campaña de desinformación tan tóxica como el propio fuel.
Y en ese momento, emergió la figura que convertiría el desastre del Prestige en una obra de arte del esperpento: el entonces vicepresidente y portavoz, Mariano Rajoy.
Rajoy, desde su atril, nos regaló una serie de perlas que han quedado grabadas con letras de chapapote en la historia de la infamia política. Primero fueron «pequeñas manchas», «regueros». Pero la obra cumbre, la Capilla Sixtina del eufemismo, llegó en una rueda de prensa que debería proyectarse en bucle en el Museo del Prado. Ante la evidencia de que el barco hundido seguía soltando fuel, Rajoy pronunció las palabras mágicas, la frase que definió una era:
«Salen unos pequeños hilitos, hay cuatro fisuras, se han solidificado, unos hilitos, finísimos hilillos con aspecto de plastilina en estiramiento vertical».
«Hilillos de plastilina». Repitan conmigo: hilillos de plastilina. Mientras miles de toneladas de un veneno pringoso y letal formaban una mancha del tamaño de una provincia, el portavoz del Gobierno de España la describía como un juguete infantil. No era una catástrofe ecológica, era una manualidad. No era un drama nacional, era una clase de plástica.
Fue la mayor tomadura de pelo, el insulto más grande a la inteligencia de un país que estaba viendo, en directo por televisión, cómo una marea negra y apocalíptica devoraba sus playas, sus rocas y su medio de vida. Mientras tanto, el Ministro de Agricultura y Pesca, Miguel Arias Cañete, consideró que la mejor forma de gestionar la mayor crisis pesquera de nuestra historia era irse de caza a Doñana. La desconexión no era una anécdota, era una política de Estado.
Acto III: La Dignidad del Pueblo contra la Plastilina del Poder
Y entonces, ocurrió el milagro. Mientras el Gobierno jugaba a los eufemismos, la sociedad despertó. Nació un grito que se convirtió en un símbolo: Nunca Máis.
El desastre del Prestige no fue solo la historia de una catástrofe, fue la historia de la mayor movilización social y voluntaria de la historia reciente de España. Decenas de miles de personas de todos los rincones del país, armadas con cubos, palas y monos blancos, viajaron a Galicia para limpiar el chapapote con sus propias manos. Eran estudiantes, jubilados, parados, oficinistas… Era un ejército de dignidad que se plantó frente a la marea negra, mientras su gobierno les hablaba de plastilina.
Las imágenes de aquellos voluntarios, cubiertos de negro de la cabeza a los pies pero con la determinación en la mirada, son el reverso luminoso de las ruedas de prensa de Rajoy. Fue la demostración de que, cuando el Estado falla, cuando la política se convierte en un circo de mentiras, es la gente la que se arremanga y limpia la mierda. Literalmente.
El Epílogo: El Juicio que Fue un Chiste y la Lección que (no) Aprendimos
La resaca del desastre del Prestige duró años. La catástrofe ecológica fue monumental. Miles de familias de pescadores y mariscadores se arruinaron. El juicio fue una farsa que se prolongó durante una década, un laberinto judicial diseñado para que la responsabilidad muriera de vieja. Se intentó culpar al capitán griego, un anciano que se convirtió en el chivo expiatorio perfecto. Ningún político, ningún alto cargo que tomó la decisión de alejar el barco, fue jamás condenado. La justicia, como el chapapote, lo cubrió todo con un manto de impunidad.
¿Y qué hemos aprendido de todo aquello? Viendo cómo se han gestionado crisis posteriores, desde incendios a pandemias, la respuesta es desoladora. El «Manual de Gestión a base de Negación y Eufemismos», inaugurado con matrícula de honor durante el desastre del Prestige, sigue siendo el libro de cabecera en muchos despachos.
Por eso abrimos este archivo. Para recordar. Para no olvidar que el chapapote más tóxico no siempre es el que mancha las rocas. A veces, es el que emana de los atriles del poder. Y ese, amigos, es mucho más difícil de limpiar.