El Último Superviviente de la Operación Salida

Relato satírico sobre un jubilado atrapado en el atasco de la Operación Salida.

Agustín se consideraba un estratega. A sus setenta y ocho años, después de toda una vida montando tornillos en una fábrica que olía a aceite rancio y a resignación, había aprendido que la clave del éxito no residía en la fuerza, sino en la astucia. Era una filosofía que aplicaba a todo: a las partidas de dominó en el bar del pueblo, a la negociación del precio de los tomates en el mercado y, sobre todo, al arte de la guerra que suponía la Operación Salida de finales de agosto. Y aquel viernes, 23 de agosto de 2025, Agustín estaba convencido de que había diseñado el plan perfecto.

«A las cuatro de la tarde», le había explicado por teléfono a su yerno con la suficiencia de un general a punto de ganar una batalla. «A esa hora, los listos ya se han ido por la mañana, los tontos están todavía en el trabajo y los que quedan están ya en la playa, con la sombrilla clavada y la barriga llena de arena. La carretera estará despejada. Es pura lógica, muchacho».

Y ahora, a las cuatro y cuarto, mientras su SEAT Panda de 1998 —al que llamaba cariñosamente «Rocinante»— traqueteaba por la nacional que le llevaría a la A-3, se sentía el puto Napoleón. El sol de La Mancha caía a plomo, convirtiendo el interior del coche en una sauna con olor a ambientador de pino, pero a Agustín le daba igual. No tenía aire acondicionado, pero tenía algo mucho mejor: la certeza de ser más listo que el resto de la humanidad. Bajó la ventanilla girando la manivela con un chirrido que era la banda sonora de su vida y dejó que el aire caliente le secara el sudor de la frente.

El Panda, un prodigio de la ingeniería de otra época, respondía con una lealtad conmovedora. Tenía más de trescientos mil kilómetros, la pintura blanca estaba desconchada en el capó y el asiento del conductor se hundía ligeramente hacia la izquierda, adaptado a décadas de su anatomía. Pero nunca le había fallado. Era un coche honesto, sin las mariconadas de ahora. No tenía pantalla táctil, ni sensores de aparcamiento, ni una voz de mujer que le decía que girara a la derecha. Tenía un volante, tres pedales y una pegatina de un toro de Osborne en la luna trasera que había sobrevivido a cinco ITV. No necesitaba más.

Recordó los viajes de antes, con su mujer, Elena, de copiloto. Ella se encargaba del mapa, de los bocadillos de tortilla y de decirle cada diez minutos que fuera más despacio. Los niños, en el asiento de atrás de un 600 cargado hasta el techo, se dedicaban a la noble tarea de vomitar y preguntarle si faltaba mucho. Aquello sí que eran operaciones salida. Auténticas odiseas. Ahora todo era más fácil. Más rápido. Más solitario. Elena ya no estaba, y los niños, ahora hombres con sus propias hipotecas, ya no vomitaban en su coche. Suspiró. Un suspiro corto, seco, el de un hombre que había aprendido a guardar la nostalgia en un cajón para que no estorbara.

El cartel verde apareció en el horizonte: «A-3. VALENCIA. 280 km». El momento de la verdad. La rampa de acceso estaba sospechosamente vacía. «Lo sabía», sonrió Agustín. «Soy un genio». Puso el intermitente —con su satisfactorio «clac-clac» analógico— y se incorporó a la autovía. Durante unos gloriosos doscientos metros, fue el rey de la carretera. El asfalto era suyo.

Y entonces, tras una curva suave, lo vio.

No era una retención. Una retención es una serpiente de coches que se mueve lentamente, que respira. Aquello no respiraba. Aquello era un muro. Un tapón. Un monumento a la estupidez colectiva. Una línea infinita de techos metálicos que reflejaban el sol con un brillo cegador, una cicatriz de parachoques y desesperación que se perdía en el horizonte. Estaban todos allí. Los listos de la mañana, los tontos del trabajo, los de la playa. Todos. Y él. Había caído en la trampa como el más novato de los idiotas. Su estrategia, su lógica aplastante, se había hecho añicos contra la realidad más tozuda: en la Operación Salida, no hay escapatoria. Nunca.

El Panda se detuvo con un quejido. El optimismo de Agustín se evaporó por la ventanilla abierta y fue reemplazado por una resignación densa y amarga. Apagó el motor para no gastar la poca gasolina que le quedaba, un ritual que conocía bien. Se recostó en su asiento y observó el paisaje. Un mar de coches idénticos, grises y negros, con sus lunas tintadas y sus conductores hablando por el manos libres. Se sintió como un veterano de guerra en un desfile de drones.

Justo detrás de él, se detuvo un Land Rover Discovery, un monstruo negro tan grande que parecía que iba a devorar a su Panda. El conductor, un tipo con gafas de sol de espejo y una camisa de lino que probablemente costaba más que la ITV de Rocinante, le dio un pitido corto y agresivo. Le estaba metiendo prisa. En un atasco. La lógica era aplastante.

Agustín le miró por el retrovisor. Vio el gesto de impaciencia, la vena hinchada en el cuello del tipo. Y una calma ancestral, la calma del que lo ha visto todo, se apoderó de él. Lentamente, con la parsimonia de un actor en su escena final, giró la manivela de su ventanilla, sacó el codo por fuera, miró de nuevo por el retrovisor y, con una voz lo suficientemente alta para que el de atrás no la oyera, pero lo suficientemente firme para que el universo la registrara, murmuró la frase que daba inicio a la guerra.

«Tranquilo, chaval, que no te lo van a quitar».

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