La paz, como casi todas las cosas buenas de la vida, era efímera. Y la nuestra olía a cloro de piscina y a las últimas gotas de crema solar del verano. Aquel último sábado de agosto, nuestro hogar era un remanso de tranquilidad, un oasis en el calendario antes del inminente apocalipsis de septiembre. Yo, Javier, estaba enzarzado en una batalla silenciosa contra una estantería de Ikea que se resistía a adoptar la forma prometida en las instrucciones. Mi mujer, Sandra, una arquitecta cuya mente lógica y cartesiana era capaz de levantar edificios, planificaba el menú de la semana con la precisión de un estratega militar. Era un equilibrio perfecto, una calma chicha que precedía a la tormenta.
El heraldo del desastre fue nuestro hijo mayor, Leo. Entró en el salón sin apartar la vista de su tablet, moviéndose por la casa con la gracia de un sonámbulo guiado por un GPS. En su otra mano, sostenía un sobre. Era de un color amarillo tan agresivo, tan radiactivo, que parecía emitir su propia luz.
“Mamá, esto estaba en el buzón. Es del cole”, dijo, depositando el sobre en la mesa con la misma indiferencia con la que habría depositado un calcetín sucio.
Sandra dejó de escribir. El silencio se apoderó de la sala. Miró el sobre como si fuera un artefacto explosivo sin detonar. El logo del colegio «CEIP Nuevo Amanecer» parecía una ironía cruel. Porque aquello no era el amanecer de nada, era el crepúsculo de nuestra paz mental. Era la lista de material escolar.
Con la solemnidad de quien abre un testamento, Sandra rasgó el sobre. Dentro no había una simple hoja. Había un tríptico impreso a todo color por ambas caras, un documento de doce páginas maquetado con un entusiasmo digno de una campaña publicitaria de Coca-Cola. Su título oficial era: «Guía Holística para un Inicio de Curso Consciente y Sostenible (Versión 3.7)».
“Versión 3.7”, musitó Sandra. “Han actualizado el protocolo de la estupidez”.
Empezó a leer en voz alta, y su tono de voz fue pasando gradualmente de la curiosidad a la incredulidad, y de ahí a la pura y simple desesperación. No pedían «material escolar». No, esa era una terminología obsoleta, propia de una pedagogía opresora. Pedían «herramientas para el autodescubrimiento y la expresión sinérgica del yo interior».
“A ver, para Carla, segundo de primaria”, carraspeó Sandra, como si se preparara para leer un veredicto. “Un cuaderno de tapa flexible, sin espiral, para fomentar la escritura no lineal…”. Hizo una pausa. “¿Escritura no lineal? ¿Qué coño es eso? ¿Va a empezar a escribir de abajo a arriba?”. Continuó: “…de papel de fibra de bambú, color verde aguacate emocional”. Se me quedó mirando. “Javier, ¿tú sabes qué es el verde aguacate emocional? ¿Es el que se pone pocho enseguida?”.
Yo me encogí de hombros, todavía luchando con un tornillo sueco que parecía tener voluntad propia. La lista seguía. Para Leo, que entraba en quinto, la cosa se ponía aún más esotérica.
“Una caja de doce lápices de colores con denominación de origen certificada, que represente una paleta cromática diversa y no jerárquica”. Sandra levantó la vista del papel, con los ojos inyectados en sangre. “¡¿Paleta cromática no jerárquica?! ¿Significa eso que el color carne ya no puede mirar por encima del hombro al color marrón? ¿Qué cojones fuman en las reuniones del claustro?”.
Pero la joya de la corona, el punto que demostraba que el sistema educativo había traspasado definitivamente la frontera de la parodia, era la sección de «material desaconsejado».
“Se desaconseja”, leyó Sandra, con una voz temblorosa por la ira contenida, “el uso de compases con punta metálica, por ser un elemento generador de ansiedad debido a su precisión unívoca”. Hizo una pausa para respirar. “¡Precisión unívoca! ¡Claro, no vaya a ser que el niño dibuje un círculo perfecto y eso le cree un trauma por exceso de definición! ¡Es mejor que haga un churro con forma de patata y se sienta realizado!”. Siguió: “También se desaconsejan las tijeras con punta, ya que no promueven la resolución colaborativa de conflictos con el papel”.
Me rendí. Dejé caer el destornillador. La estantería había ganado. Me acerqué a mi mujer y miré la lista por encima de su hombro. Vi el apartado de los libros de texto. El de Leo, el de Historia, que en mi época se llamaba, simple y llanamente, “Historia de España”, ahora llevaba por título un trabalenguas que parecía sacado de una tesis doctoral: «Perspectivas Narrativas del Devenir Peninsular y sus Sinergias Interculturales». Y al lado, el precio: 95€.
Miré a Sandra. Estaba pálida. Su mente, acostumbrada a la lógica de las estructuras y los planos, intentaba procesar un nivel de absurdo para el que no había sido entrenada. Le puse una mano en el hombro.
“Cariño”, le dije con la calma más aterradora que pude fingir. “El año pasado, Leo aprendió a dividir con regletas y viendo tutoriales de un señor indio en YouTube. Este año, por noventa y cinco euros, parece que le van a enseñar a cuestionar la existencia misma de los números. Estamos progresando”.