La Batalla por el Último Rayo de Sol (Crónica de una Guerra Absurda en un Chiringuito de Playa)

Relato satírico sobre dos familias peleando por la última mesa al sol en un chiringuito de playa.

Hay un momento mágico, casi secreto, en el que la playa vuelve a ser nuestra. Ocurre a finales de septiembre. Las hordas de turistas, con su piel color langostino y sus sombrillas de Nocilla, han emprendido la retirada, dejando tras de sí un armisticio de paz, silencio y arena limpia. Es el paraíso de los que nos quedamos, un edén efímero que dura apenas un par de fines de semana antes de que el otoño lo reclame todo. Y en ese paraíso, mi familia y yo, los Pérez, somos los reyes.

Aquel sábado, el penúltimo de septiembre, llegamos a la playa de «Los Ahogados» con la suficiencia de quien entra en su finca privada. El aire era cristalino, el mar estaba en calma y la arena, casi virgen. Era el día perfecto. Y el plan, como siempre, era perfecto: unas horas de sol tibio y una paella en «El Último Baño», el chiringuito destartalado pero glorioso que regentaba Manolo desde que Franco iba en pantalón corto.

A las dos de la tarde, con la piel salada y el alma en paz, nos dirigimos a la terraza del chiringuito. Y allí, como un general reconociendo el campo de batalla, examiné la disposición de las mesas. La terraza de Manolo era un estudio estratégico en sí misma. A esa hora del día, con el sol iniciando su descenso, la sombra del edificio ya empezaba a devorar el terreno. Solo una mesa, una única y bendita mesa, permanecía completamente bañada por los cálidos y dorados rayos del sol. La Mesa Número 7.

La Mesa 7 no era una simple mesa. Era un trono. Era el último bastión del verano. Sentarse allí era un privilegio, una declaración de principios, la victoria definitiva contra el otoño que acechaba en las sombras. Era nuestra mesa. Siempre lo había sido.

«Rápido», le dije a mi mujer, Marta, con la urgencia de un explorador que divisa tierra. «A por la siete. Antes de que venga algún despistado».

Mis hijos adolescentes, Paula y Marcos, que habían pasado las últimas dos horas pegados a sus móviles como si fueran extensiones de sus propios brazos, me siguieron con la desgana de dos condenados a galeras. Pero no importaba. Íbamos a conquistar nuestro trono.

Y entonces, los vi.

Surgieron de la orilla, como una visión de una realidad que creíamos extinguida. Eran cuatro. Un padre corpulento, con la piel de un tono rojizo que gritaba «soy alemán y llevo aquí tres días». Una madre rubia, con una expresión de eficiencia prusiana. Y dos niños pequeños, también rubios, que caminaban con la determinación de quien va a comer salchichas. Eran turistas. Los últimos de su especie. Los supervivientes.

Nuestros caminos, el nuestro desde el paseo marítimo y el suyo desde la orilla, convergían en un único punto: la Mesa 7. Sentí una punzada de pánico. Aceleré el paso. Marta me entendió al instante y apuró a los niños. Pero ellos eran más jóvenes. Eran más rápidos. Y, sobre todo, no tenían ni idea de la importancia geoestratégica de aquella mesa.

Por cinco segundos. Por la distancia de un suspiro. Llegaron antes.

Klaus, el padre, dejó caer la bolsa de la playa con un suspiro de satisfacción. Helga, la madre, empezó a limpiar la mesa con una toallita desinfectante que sacó de su bolso. Los niños se sentaron, obedientes. Habían conquistado el trono sin siquiera saber que estaban en guerra.

Nos quedamos parados a tres metros, mi familia y yo, como unos idiotas. Hubo un cruce de miradas. Un instante eterno en el que se condensaron tres siglos de historia europea. Yo les miré con el reproche de un nativo al que le acaban de cambiar sus tierras por un puñado de abalorios. Klaus me devolvió una mirada de educada indiferencia, la misma que le dedicaría a un mueble. No se dijo una palabra. Pero en ese silencio, en la terraza casi vacía de un chiringuito a finales de septiembre, acababa de declararse una guerra.

Derrotado, tuve que guiar a mi familia a la mesa contigua. La mesa de la sombra. La mesa de los perdedores. Al sentarnos, una brisa fresca, el primer aliento del otoño, nos recorrió el cuerpo. Un escalofrío. Marta se cruzó de brazos. Mis hijos sacaron sus móviles, aliviados por poder volver a su mundo digital sin el molesto reflejo del sol en la pantalla.

Pero yo no podía. No podía apartar la vista. A menos de un metro, la familia Schmidt se bañaba en la luz dorada. Klaus, el patriarca, se quitó la camiseta, revelando un torso que parecía esculpido en granito y cerveza. Se reclinó en su silla, cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de puro y absoluto placer. Un suspiro que, para mí, sonó como el cañonazo de una victoria. Y en ese momento, lo supe. No podía dejarlo así. Esa mesa, ese último trozo de verano, iba a ser mía. Costara lo que costara.

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