El primer lunes de septiembre no es un día del calendario. Es un estado mental. Es un renacimiento. Es el Año Nuevo de la gente con cargo de conciencia, el borrón y cuenta nueva de los que hemos pasado el verano entregados al noble arte de la fotosíntesis en una tumbona. Y aquel primer lunes, yo, Adolfo, de cuarenta y cinco años, me levanté sintiendo la llamada. No era una llamada divina, era algo mucho más poderoso: la llamada de la culpa.
El verano había sido glorioso. Una sinfonía de cervezas en terrazas, de paellas domingueras que exigían una siesta de tres horas y de una inactividad física tan profunda que mi reloj inteligente había dejado de contar mis pasos para empezar a medir mi erosión. Mi cuerpo, antes un templo, se había convertido en una acogedora casa rural con un poco de humedad en los bajos. Y mi cerebro, adormecido por el sol y el tinto de verano, había entrado en un estado de hibernación intelectual.
Pero aquello se había acabado. Hoy, el «Viejo Adolfo», ese ser perezoso y hedonista, iba a morir. Hoy nacía el «Nuevo Adolfo». Un Adolfo 2.0. Un hombre de acción, de cultura, de abdominales definidos.
La primera parada de mi nueva vida fue el gimnasio. No un gimnasio cualquiera. «Body Revolution». El nombre ya imponía. Entré con la determinación de un cruzado. Una chica muy joven y enérgicamente sana me explicó las tarifas. «Tenemos una oferta de ‘cero matrícula’ si te apuntas antes del día 5», me dijo con una sonrisa que era un 10% amabilidad y un 90% comisión. Firmé sin dudar. Me entregó una tarjeta magnética, la llave a mi nuevo yo. Sentí el poder en mis manos.
Con la adrenalina de la victoria, mi siguiente parada fue la librería. Necesitaba nutrir mi mente, no solo mis músculos. Me dirigí a la sección de idiomas. Allí estaba. «English for Winners – Level B2». El título era una promesa. Lo cogí. Sentí cómo mis neuronas empezaban a hacer sinapsis en inglés. Pero no me detuve ahí. Al lado, en la sección de «Clásicos Imprescindibles», había una edición de bolsillo de «Los Hermanos Karamázov». Nunca lo había leído. No sabía ni de qué iba. Pero sonaba a algo que leería el «Nuevo Adolfo». Un hombre profundo, complejo. Lo compré.
Llegué a casa a mediodía, cargado con mis trofeos, sintiéndome como un cazador que vuelve con la cena. Desplegué mis adquisiciones sobre la mesa del salón para que mi mujer, Clara, pudiera admirar el nacimiento de mi nueva identidad.
«He vuelto», le anuncié, con un tono dramático.
Ella dejó la taza de café y miró la escena: la tarjeta del gimnasio, la ropa deportiva aún con sus etiquetas, el libro de inglés, la novela rusa. Me miró a mí. Y sonrió. Era una sonrisa tierna, cariñosa, la misma sonrisa que le dedicas a un niño cuando te dice que de mayor quiere ser astronauta y bombero a la vez.
«Este año sí, Clara. Este año me pongo en forma y me saco el B2. Se acabó el procrastinar», sentencié, más para convencerme a mí mismo que a ella.
«Me parece muy bien, cariño», contestó, y me dio un beso. «El Nuevo Adolfo suena genial. ¿Le apetece al Nuevo Adolfo bajar la basura?».
La tarde la dediqué a los preparativos para la revolución. Me probé la ropa del gimnasio. Me miré al espejo. No parecía un atleta, parecía un señor de mediana edad embutido en lycra, una especie de superhéroe de barrio cuya kriptonita eran las croquetas. Pero no importaba. Era el uniforme.
Llené la mochila para el día siguiente: la toalla, el candado para la taquilla, una botella de agua y toda la fuerza de voluntad de la que era capaz. Puse la alarma del despertador a las 6:30 de la mañana. Iba a ir antes de trabajar. Iba a empezar el día conquistando el mundo, o al menos la cinta de correr.
Esa noche me costó dormir. Estaba nervioso, excitado. Era la víspera de mi nueva vida. Coloqué «English for Winners» en la mesilla de noche, junto a la novela rusa. Iba a leer diez páginas cada noche. Sin falta. Miré los libros. El de Dostoievski parecía mirarme con una profundidad que me intimidaba. El de inglés, todavía envuelto en su precinto de plástico, brillaba bajo la luz de la lamparita. Parecía una reliquia, un objeto sagrado que contenía la promesa de un futuro mejor. Un futuro en el que yo, Adolfo, sería un hombre culto, bilingüe y con los abdominales de un dios griego. Me dormí con una sonrisa en la cara. El «Nuevo Adolfo» era imparable.