Recibimos en la consulta una carta escrita casi en susurros, como si el autor temiera que las propias palabras pudieran saltar del papel y morderle.
Estimado Absurdólogo,
No sé ni cómo empezar esto. He leído la noticia sobre el asesinato de esa mujer ucraniana, Iryna, y cómo se ha tratado el tema en los medios. Y tengo una pregunta que me da miedo hasta formular: ¿por qué ya no podemos llamar a las cosas por su nombre?
Si el culpable es de una nacionalidad concreta, se omite o se dice con la boca pequeña, no vaya a ser que nos tachen de xenófobos. Si pertenece a una minoría, la noticia se convierte en un tratado de sociología para explicar que el pobre no tuvo otra opción. Pero si el culpable es un hombre, blanco y español, entonces se grita a los cuatro vientos, y la culpa es de todo el heteropatriarcado desde los tiempos de Viriato.
Parece que hay un nuevo código de circulación para hablar: los colectivos minoritarios tienen preferencia universal, y el resto tenemos que ceder el paso, callar y, si es posible, pedir perdón por existir. ¿Me he vuelto loco o es que ahora, para quejarse de algo, primero hay que mirar el DNI del ofensor?
Atentamente,Un Susurrador Anónimo.
Estimado Susurrador Anónimo,
No, no se ha vuelto loco. Simplemente, ha descrito con una precisión de cirujano el campo de minas en el que se ha convertido el debate público. Lo que usted padece es «glosofobia inducida»: el miedo a hablar, no por falta de ideas, sino por el terror a las consecuencias de usar la palabra equivocada.
Usted ha puesto el dedo en la llaga de la gran paradoja de nuestro tiempo. Vivimos en la era de la comunicación, con más canales que nunca para expresarnos, y sin embargo, nunca hemos tenido tanto miedo a decir lo que pensamos. Hemos creado un nuevo código penal no escrito, donde el mayor delito no es mentir, sino «ofender». Y lo más curioso de este nuevo código es que no se aplica a todos por igual.
Analicemos esta maravilla de la jurisprudencia moderna. Tenemos dos principios fundamentales:
- El Principio de la Jerarquía de la Ofensa: No todas las ofensas son iguales. Hay una especie de ranking. Ofender a un colectivo autoproclamado «oprimido» o «minoritario» es un crimen de lesa humanidad. Sin embargo, ese mismo colectivo tiene carta blanca para ofender, insultar y generalizar sobre el colectivo «mayoritario» u «opresor» (que, por defecto, suele ser el hombre blanco occidental). Esto se justifica con una pirueta intelectual maravillosa llamada «no se puede ser racista/sexista/etc. contra el poder». Es decir, si te doy una hostia de abajo a arriba, es autodefensa; si me la das tú de arriba a abajo, es un abuso fascista.
- El Principio de la Nacionalidad Selectiva: Como usted bien señala, la nacionalidad o el origen de un delincuente se ha convertido en un dato Schrödinger: existe y no existe al mismo tiempo. Si un sueco rubio comete un crimen, es «un hombre de 35 años». Si un inmigrante lo comete, es «un joven». Se omite el dato para no «estigmatizar» ni «dar argumentos a la ultraderecha». La intención puede ser noble, pero el resultado es paternalista y, sobre todo, estúpido. Tratan a la ciudadanía como si fuéramos niños a los que hay que ocultar la verdad para que no nos asustemos. El problema es que, cuando ocultas un dato, la gente no piensa que no existe; piensa que les estás escondiendo algo, y entonces la imaginación rellena los huecos con cosas mucho peores.
¿De dónde viene este lío? De la confluencia de dos fuerzas: por un lado, una minoría muy ruidosa y muy activa en redes sociales, los «Agentes de la Pureza Ideológica», que han encontrado en la ofensa su modus vivendi. Su poder no reside en la razón, sino en su capacidad para organizar linchamientos digitales y destruir reputaciones.
Y por otro lado, una mayoría cobarde. Medios de comunicación, políticos e instituciones que, por pánico a ser señalados por esa minoría, han decidido autocensurarse. Han adoptado un lenguaje aséptico, lleno de eufemismos y rodeos, que no informa, sino que ofusca. Prefieren que no se entienda la noticia a tener que aguantar una tormenta en Twitter.
El resultado es un debate público infantilizado, donde hemos sustituido los argumentos por los sentimientos y los hechos por las identidades. Ya no importa qué dices, sino quién eres cuando lo dices. Tu derecho a hablar o a quejarte depende de tu posición en el organigrama de la opresión.
Diagnóstico: Usted no es un facha, ni un racista, ni un xenófobo. Es un adulto que pide que le traten como a un adulto.
Tratamiento: Es complicado, porque la cura es colectiva. Pero empieza por lo individual: atreverse a llamar a las cosas por su nombre, con educación pero sin miedo. Defender los matices. Recordar que señalar un problema no te convierte en parte del problema. Y, sobre todo, asumir que, en esta época, si no has ofendido a alguien antes del desayuno, es que probablemente no has dicho nada interesante.
Atentamente,
El Absurdólogo de Guardia.