El Puente del Pilar y la Invasión de los Bárbaros (Crónica de un Hostelero A-go-bia-do)

Relato satírico sobre un hostelero de pueblo desbordado por los turistas durante el Puente del Pilar.

Si la paciencia fuera un recurso natural, mi pueblo, Villapaz de Arriba, sería la mayor reserva mundial. Somos apenas doscientos habitantes, la mayoría jubilados, y hemos aprendido a medir el tiempo no en horas, sino en estaciones. El invierno es largo, silencioso y huele a leña. La primavera es una explosión de color y alergias. Y el verano… el verano es simplemente una sala de espera. Porque todos sabemos lo que viene después. La Invasión.

Ocurre cada año, con la misma puntualidad de las golondrinas, pero con bastante menos gracia. Es el Puente del Pilar. Y con él, llega la tribu. Bajan de la meseta, desde la gran ciudad de cemento y prisas, en sus carruajes metálicos que brillan al sol, unos cacharros enormes que ellos llaman SUVs. Vienen a «desconectar». Y lo que no saben es que, para nosotros, su llegada es la que nos provoca un cortocircuito.

Yo, Manolo, regento el «Bar-Restaurante El Cruce» desde que tengo uso de razón. Mi bar es el centro neurálgico del pueblo, el parlamento y el confesionario. Y durante el Puente del Pilar, se convierte en un puesto de observación antropológica. Desde mi trinchera, detrás de la barra de estaño, he visto más comportamientos extraños que un documental de La 2.

Aquel viernes, 10 de octubre de 2025, la mañana transcurría con la calma bendita que precede a la tempestad. El sol de otoño entraba tibio por la ventana, iluminando las volutas de humo del puro de Antonio, el alcalde. En la mesa del rincón, los cuatro jubilados de siempre —»La Comisión de Sabios», los llamo yo— libraban su batalla diaria de guiñote con la misma intensidad que si se estuvieran jugando la herencia. El único sonido era el chasquido de las cartas, el tintineo de los vasos de vino y la voz monótona de la radio hablando de cosas que aquí nos suenan a ciencia ficción. Era la paz. Una paz con fecha de caducidad.

«Ya vienen», sentenció Antonio, sin apartar la vista de sus cartas. No hacía falta que dijera quiénes. Todos lo sabíamos.

A mediodía, llegó la avanzadilla. Lo vi aparcar a través de la ventana. Un Volvo XC90, negro, tan limpio y reluciente que parecía que lo acababan de parir. Chocaba con el paisaje de tractores y furgonetas abolladas como un esmoquin en una matanza. De él se bajó una familia que parecía sacada de un catálogo de ropa de montaña.

El padre, al que bauticé al instante como «El Conquistador», era un hombre alto, de unos cuarenta y tantos, embutido en un forro polar de una marca que llevaba el nombre de una montaña que él, probablemente, solo había visto en un salvapantallas. La madre, «La Documentalista», no miraba el pueblo, lo miraba a través de la pantalla de su móvil, haciendo fotos a todo: a la fuente, a la fachada de mi bar, a un gato que dormitaba al sol. Era como si, para ella, la realidad no existiera si no se podía subir a Instagram con un filtro Valencia. Y detrás, dos niños, de unos diez y doce años, a los que apodé «Los Rehenes». Sus caras eran un poema de aburrimiento existencial. Miraban el pueblo con la misma alegría con la que mirarían un documental sobre la cría del mejillón en cautividad.

La campanilla de la puerta sonó. Entraron. El bar, de repente, pareció más pequeño, más oscuro, más viejo. Se hizo el silencio. La partida de guiñote se detuvo. Los cuatro jubilados levantaron la vista de sus cartas y examinaron a los recién llegados con la curiosidad de quien ve por primera vez a un ornitorrinco.

«El Conquistador» se acercó a la barra, barriendo el local con una mirada que mezclaba la condescendencia de un marqués visitando a sus siervos y la curiosidad de un antropólogo que acaba de descubrir una tribu perdida en el Amazonas. Sus ojos se posaron en mí.

«Perdone, buen hombre», dijo, con ese acento de Madrid que suena como si tuvieran prisa hasta para pronunciar las vocales. «¿Tienen aquí… brunch?».

Me quedé quieto, con la bayeta en la mano. La palabra rebotó en mi cerebro. Brunch. Sonaba a enfermedad, a pieza de fontanería, a insulto en un idioma exótico. Miré a Antonio. Antonio me devolvió una mirada que decía «aguanta, Manolo, por el bien de la caja registradora».

Por un instante, solo un instante, me vi a mí mismo explicándole a aquel hombre, con la paciencia de un maestro de escuela, que en mi bar, a esa hora, lo más parecido a un brunch que podía ofrecerle era un huevo frito con un par de lonchas de chorizo y un trozo de pan para mojar. O un carajillo, que te quita el hambre, el sueño y las tonterías de golpe. Pero me contuve.

Le dediqué mi mejor sonrisa de hostelero, esa sonrisa forzada que es una mezcla de bienvenida y de «no me toques las narices».
«No, caballero», contesté. «Pero le puedo poner un almuerzo que le resucita a un muerto».

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