Buenos días, feligreses del absurdo. Hoy, en nuestra homilía dominical, vamos a hablar de un asesinato. Un crimen perpetrado a plena luz del día, en cada rincón de nuestra sociedad, con un arma que todos llevamos en el bolsillo. Hoy vamos a analizar el fin de la autoridad.
Piensen un momento. Antes, la autoridad era una cosa seria. El profesor era el que sabía. El médico, el que curaba. El juez, el que dictaba sentencia. El político, el que gobernaba. Sus palabras tenían un peso, una legitimidad que venía del conocimiento, de la experiencia, de la posición. Eran los referentes. Los pilares. Y nosotros, humildes mortales, les escuchábamos. Con respeto. O, al menos, con la boca cerrada.
Pero entonces, llegó el móvil. Y con él, las redes sociales. Y de repente, todo cambió.
El Armagedón del Conocimiento: «Mi Opinión Vale lo Mismo que la Tuya, y Además la Pongo en TikTok»
El fin de la autoridad es la gran paradoja de la era de la información. Nunca antes habíamos tenido acceso a tanto conocimiento, a tantas voces, a tantas fuentes. Y nunca antes habíamos sido tan incapaces de discernir la verdad del bulo, la pericia de la charlatanería.
El móvil, al darle voz a todos (y al mismo tiempo), ha dinamitado la jerarquía del conocimiento. Ya no hay expertos, hay «opinadores». Y tu opinión, por supuesto, vale lo mismo que la de un Premio Nobel. O la de un señor con una gorra de aluminio y un canal de YouTube.
- El Profesor, Ahora un Influencer (con Pocos Likes): Antes, el catedrático era la máxima autoridad en su materia. Hoy, si un profesor intenta explicar la física cuántica, puede encontrarse con un alumno que le rebate con un vídeo de TikTok de 15 segundos visto en una cuenta verificada por un adolescente. La «verdad» ya no está en los libros, está en los algoritmos. Y si el profesor no tiene 100.000 seguidores, su autoridad es… relativa. Como ya señalaba [The Guardian] al hablar de la «muerte de la experticia».
- El Juez, Ahora un Arbitro Sospechoso (y Criticado en X): El juez era la personificación de la ley. Su sentencia era inapelable. Hoy, si un juez dicta una sentencia controvertida, se convierte instantáneamente en el protagonista de un hilo de Twitter donde miles de usuarios (sin haber leído una sola línea del auto judicial) analizan su ideología, su trayectoria y su árbol genealógico. Su imparcialidad se discute con memes. Su sabiduría jurídica se rebate con emoticonos de payasos. La toga, esa prenda que inspiraba respeto, ahora es solo un disfraz para un arbitro que, según la masa digital, está comprado.
- El Político, Ahora un Creador de Contenido (en Modo Vergüenza Ajena): Antes, el político se dirigía al pueblo desde el atril. Sus discursos, aunque vacíos, tenían una cierta pompa. Hoy, el político tiene que bajar al barro. Tiene que abrirse un canal de TikTok, bailar en pijama y hacer chistes malos para intentar conectar con la juventud. Ha pasado de ser un líder a ser un creador de contenido, compitiendo por la atención en el mismo feed que un gato que se asusta con un pepino. Y su legitimidad, en lugar de venir de las urnas, parece que depende del número de «me gusta» que tenga su último vídeo.
La Metáfora de la Torre de Babel Digital
El fin de la autoridad nos ha llevado a una nueva Torre de Babel. Todos hablan, pero nadie escucha. Todos opinan, pero nadie sabe. Hemos democratizado la voz, pero al mismo tiempo hemos relativizado el conocimiento. Todo es «relativo», «subjetivo», «una perspectiva más». Y en ese caos de voces, la verdad se diluye, la ciencia se ignora y el debate se convierte en un concurso de gritos.
Pero el problema no es que la gente opine. El problema es que confunde opinar con saber. Que cree que haber leído un titular en Facebook te convierte en un experto en política internacional o en epidemiología. Y que, con esa falsa sensación de conocimiento, se atreve a deslegitimar a quienes han dedicado una vida entera a estudiar.
El Diagnóstico del Absurdólogo: Una Sociedad sin Timón
El fin de la autoridad tiene consecuencias devastadoras para una sociedad. Sin referentes claros, sin voces legítimas, sin una jerarquía del conocimiento, nos volvemos vulnerables. Vulnerables a la desinformación, a los bulos, a los populismos que ofrecen soluciones simples a problemas complejos. Nos convertimos en una nave sin timón, a la deriva en un mar de datos, donde cada uno cree que su brújula (su móvil) es la única que marca el norte.
Esta crisis no es solo cultural o tecnológica. Es un problema de salud pública. Cuando la autoridad médica es cuestionada por un grupo de WhatsApp, las enfermedades avanzan. Cuando la autoridad judicial es atacada por un tuit, la justicia se debilita. Cuando la autoridad política se ahoga en el ruido de las redes, la democracia enferma.
La tiranía de la nostalgia, de la que hablábamos en [nuestra homilía anterior], es un síntoma de esto. Nos aferramos al pasado porque el presente es incomprensible, y el futuro, aterrador. Y en esa búsqueda de certezas, a menudo caemos en las garras de quienes nos prometen soluciones simples, a cambio de nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos.
Así que, la próxima vez que cojan su móvil para rebatir a un experto, para criticar a un juez o para burlarse de un político, piensen un momento. Reflexionen sobre el poder que ese pequeño aparato les da. Y sobre la responsabilidad que conlleva. Porque, a veces, al dinamitar la autoridad ajena, lo único que estamos haciendo es dinamitar los cimientos de nuestra propia sociedad. Y eso, amigos, es un crimen que no prescribirá.
Que tengan un domingo de reflexión. Y dejen el móvil un rato. Quizá, solo quizá, puedan escuchar la voz de su propia autoridad interna.