Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy traemos una de esas noticias que te calientan el alma en un día de verano: una serpiente pitón de tamaño considerable ha decidido que estaba harta de su vida de urbanita y se ha fugado de su piso en Santander para explorar mundo. Se escapó por una ventana, porque al parecer las pitones ahora también hacen parkour. El reptil, en un acto de rebeldía contra la gentrificación, fue encontrado disfrutando de la fresca en una urbanización cercana.
La escena es maravillosa. Imaginen a Doña Angustias, residente de la urbanización, saliendo a regar los geranios y encontrándose con un metro y medio de «¡ay, Dios mío, Manolo, llama a la Guardia Civil!». El pánico, los gritos, los niños señalando. Es la magia de tener como vecino a alguien que ha decidido que un perro o un gato era demasiado convencional y ha optado por un animal cuya principal afición es estrangular a su comida antes de engullirla.
Pero aquí no hemos venido a hablar del susto de Doña Angustias, sino del glorioso marco legal que permite estas situaciones. Porque esta fuga reptiliana es la metáfora perfecta de nuestra flamante Ley de Bienestar Animal. Una ley tan llena de buenas intenciones y sentido práctico como un submarino descapotable.
Gracias a esta obra maestra de la legislación, elaborada por mentes que claramente han pasado más tiempo viendo documentales de La 2 que pisando un pueblo, hemos entrado en una nueva dimensión de la lógica. Por un lado, la ley ha creado una «lista positiva» de animales que puedes tener en casa. En esa lista, de momento, no están los hámsters, ni los periquitos, ni las tortugas. Es decir, el hámster de tu hijo, ese bicho cuya mayor aspiración vital es correr en una rueda y morir de un susto, podría ser ilegal. La tortuga que te regaló tu abuelo y que lleva 40 años sin moverse de una esquina del jardín, una delincuente.
Pero, ¿y las serpientes? Ah, amigos, aquí viene la magia. Mientras se decide qué animalitos «comunes» son aptos para la convivencia, los que ya tenían animales exóticos antes de la ley, como nuestro amigo el de la pitón, pueden mantenerlos si cumplen una serie de condiciones. Han creado una especie de amnistía para reptiles. El resultado es un paraíso de la coherencia: tu sobrino no podrá tener un conejo (potencialmente ilegal), pero tu vecino podrá seguir criando a «Slinky», su anaconda de tres metros, siempre que le prometa al Ministerio que la va a sacar a pasear con bozal.
La ley, además, nos ha regalado joyas como el curso obligatorio para tener perro. Un cursillo online que te prepara para los enormes desafíos de tener un can, como saber si prefiere el pienso de pollo o el de salmón. Porque para pasear a una pitón real por Santander no hace falta curso, pero para sacar a un caniche, necesitas un certificado que demuestre que entiendes su compleja psicología.
Esto es España en estado puro. Somos un país capaz de prohibir la venta de un jerbo por considerarlo una especie invasora, mientras permitimos que un vecino tenga un animal que, si se escapa, puede provocar un infarto múltiple en la junta de la comunidad. Creamos leyes tan enrevesadas y con tantos agujeros que al final no protegen a los animales, sino que joden a los dueños responsables y crean un caos maravilloso del que se aprovechan los excéntricos.
Así que, desde aquí, un aplauso para la pitón de Santander. No como animal, sino como símbolo. Es el símbolo de una legislación absurda, un recordatorio reptante de que, en nuestro afán por regularlo todo, a veces conseguimos exactamente lo contrario de lo que pretendíamos. La serpiente ya ha sido devuelta a su dueño. Doña Angustias ya puede regar sus geranios en paz. Y nosotros, mientras tanto, seguiremos esperando a ver si el próximo en fugarse por la ventana es el cocodrilo del ático, que seguro que también tiene todos los papeles en regla.