Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos una de esas noticias que te hacen sentir orgulloso de ser un exportador de primera. Ya no solo mandamos al mundo jamón, aceite y turistas con calcetines y sandalias. Ahora, en un alarde de generosidad sin precedentes, estamos exportando nuestra propia atmósfera. Sí, amigos, el humo de los pavorosos incendios que están convirtiendo media España en un solar para recalificar, ha llegado hasta Escandinavia.
Imagino la escena. Un ciudadano sueco, llamado Björn, sale a su porche a respirar el aire puro de los fiordos y, de repente, le huele a chorizo a la brasa. «Qué raro», pensará, «O IKEA ha sacado un nuevo ambientador o los del sur se han vuelto a dejar el horno encendido». Pues sí, Björn, nos lo hemos dejado encendido. Concretamente, unas 300.000 hectáreas.
El humo de nuestros montes ardiendo ha viajado miles de kilómetros, creando una nube tóxica que, según los expertos, es un cóctel de partículas finas, monóxido de carbono y otros compuestos que son una auténtica delicia para los pulmones. Es una catástrofe medioambiental de proporciones bíblicas. Un desastre provocado por una tormenta perfecta de cambio climático, abandono rural y una gestión política que tiene la misma eficacia que intentar apagar un incendio escupiendo.
Pero aquí es donde la absurdología entra en una nueva y gloriosa dimensión. Porque mientras esta nube de mierda, producto de la negligencia y los recortes, se pasea por Europa como Pedro por su casa, ¿cuál es la principal preocupación de nuestros iluminados gobernantes en materia de contaminación? ¿Un plan masivo de gestión forestal? ¿Invertir en medios de extinción? No, amigos. La principal preocupación es tu Opel Corsa del año 99.
Ese coche, ese humilde cacharro que te ha llevado al trabajo, de vacaciones y a las bodas de tus primos durante un cuarto de siglo, es el verdadero demonio. Es el culpable de todos los males. Es el Anticristo con motor de combustión. Por su culpa, los osos polares lloran y las capas de ozono tienen más agujeros que un colador. Por eso le prohibieron entrar en el centro de la ciudad, para salvar el planeta.
Mientras tanto, el nuevo vecino, ese que se siente un ecologista de pro, se pasea con su flamante Ford Explorer híbrido enchufable. Un mastodonte de dos toneladas y media que, cuando se le acaban los 40 kilómetros de autonomía eléctrica (es decir, a la vuelta de la esquina), activa un motor de gasolina que consume más que un batallón en maniobras. Pero no pasa nada. En su parabrisas, reluciente, luce la pegatina mágica, el salvoconducto celestial, el talismán que lo absuelve de todo pecado ambiental: la Etiqueta ECO.
Y aquí está el chiste. Un chiste cósmico, pero un chiste al fin y al cabo. Tu viejo Corsa emitía unos 155 gramos de CO2 por kilómetro. El monstruo ECO de tu vecino, según mediciones reales cuando funciona con gasolina, puede llegar a emitir el doble. Pero como la normativa europea (WLTP) es un laberinto diseñado por un burócrata con mucho tiempo libre y pocas luces, el coche obtiene la etiqueta ECO. Es un truco de magia legal. Una obra de ilusionismo burocrático que nos hemos tragado con anzuelo, sedal y la caña de pescar entera.
Así que recapitulemos. Tenemos un país que emite una columna de humo tan grande que se ve desde el espacio, un humo que viaja a Noruega y le fastidia el día a Björn. Y la solución de nuestros genios es perseguir al currito con un coche de 25 años que apenas puede permitirse, mientras le ponen una alfombra roja a un tanque de tres toneladas porque, durante sus primeros 20 minutos de vida útil, funciona con la misma energía que un teléfono móvil.
La conclusión es desoladora, pero inevitable. La lucha contra la contaminación en este país no es una cruzada medioambiental. Es una cruzada recaudatoria y clasista. No se trata de salvar el planeta, se trata de salvar las apariencias. Se trata de vender una imagen de modernidad y ecologismo mientras, por la puerta de atrás, el monte sigue ardiendo y el humo, ese sí que sin etiquetas, sigue llegando hasta el último rincón de Europa. Y mientras tanto, tú sigue yendo en metro, no vaya a ser que tu Corsa contamine. El planeta te lo agradecerá. O eso dicen.