Crónica de un Milagro Moderno: Cómo una Mina de Hierro le Dijo a una Iglesia «Apártate, que me Toca» y la Iglesia Obedeció.

Caricatura satírica de una iglesia siendo movida por un empresario mientras una figura divina ayuda a empujar.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy nos llega una parábola de los tiempos modernos, un relato que debería incluirse en una versión actualizada de la Biblia, justo entre el Libro de Job y el Apocalipsis. Sucedió en las lejanas y heladas tierras de Kiruna, en Suecia. Y dice así:

Y he aquí que en el principio era la Iglesia de Kiruna, un templo de madera, hermoso y venerable, que pesaba 672 toneladas, lo que viene a ser el peso de unos 100 elefantes africanos después de la cena de Navidad. Y durante más de un siglo, la Iglesia moró en su lugar, viendo pasar generaciones de suecos que acudían a ella en busca de consuelo y calefacción.

Pero bajo la tierra sagrada yacía algo mucho más poderoso que la fe: el hierro. Una veta inmensa, la más grande del mundo, codiciada por la gran empresa minera LKAB, que es al hierro lo que los Rolling Stones al rock and roll. Y la empresa cavó, y cavó tan profundo, que la tierra bajo la ciudad entera comenzó a ceder. Y la ciudad se hundía.

Y entonces, los profetas de la empresa minera se presentaron ante el pueblo y la Iglesia y, con voz grave, pronunciaron el nuevo mandamiento: «No te interpondrás en el camino del Beneficio Trimestral».

Y el pueblo preguntó: «¿Pero qué será de nuestros hogares?». Y la empresa respondió: «No temáis, pues os construiremos hogares nuevos a tres kilómetros de aquí. Moveremos vuestra ciudad». Y el pueblo asintió, pues es más fácil discutir con Dios que con el que firma tus nóminas.

Pero la Iglesia, la casa del Señor, se mantuvo firme. Y la empresa minera la miró y dijo: «Tú también te moverás». Y he aquí que se obró el milagro. No el de los panes y los peces, sino uno mucho más impresionante: el milagro de la ingeniería y la logística. Pusieron la iglesia de 672 toneladas sobre unos remolques gigantes y, con la delicadeza de un neurocirujano moviendo un cerebro, la trasladaron a su nuevo emplazamiento.

Y así fue como la montaña no fue a Mahoma, sino que la iglesia entera se movió por el mineral de hierro.

Esta historia es una obra maestra de la absurdología contemporánea. Es la demostración empírica de que, en el siglo XXI, el poder ya no reside en lo divino, sino en lo corporativo. Hemos llegado a un punto de desarrollo tecnológico y de sumisión económica en el que es literalmente más fácil y más barato mover un edificio histórico de 700 toneladas que decirle al presidente de una compañía minera: «Oye, Gunnar, igual deberías dejar de cavar, que se nos está hundiendo el pueblo».

No, la solución no es parar. La solución es moverlo todo. Es el triunfo definitivo del capitalismo sobre cualquier otra consideración, ya sea espiritual, cultural o, simplemente, del sentido común. La lógica es aplastante: si tu casa está encima de una mina de oro, el problema no es la mina, es tu casa. ¡Muévela!

Y mientras la iglesia de Kiruna se asienta en su nuevo barrio, esperando que su nueva congregación la encuentre en Google Maps, el resto de nosotros deberíamos tomar nota. Este no es un suceso aislado en una remota ciudad sueca. Es una profecía. Es el futuro. Un futuro en el que nada es sagrado, nada es permanente, excepto la insaciable necesidad de extraer hasta el último recurso del planeta.

Así que la próxima vez que miren al cielo y pidan una señal divina, no se extrañen si, en lugar de una zarza ardiente, lo que ven es una grúa gigante llevándose la catedral de su ciudad porque han encontrado una veta de litio debajo. Y no se quejen. Simplemente, como los buenos feligreses de Kiruna, apártense y dejen paso al progreso. O a lo que sea que sea esto.

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