Se Busca Explicación: Hallan Muerto a un Diputado en el Parlamento del País Más Feliz del Mundo.

Caricatura satírica del parlamento de Finlandia, con diputados sonriendo forzadamente mientras ignoran una silla vacía y una sombra de tristeza.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de Finlandia. Sí, ese país del norte que sale en todos los rankings como el «País Más Feliz del Mundo». El paraíso de la socialdemocracia, la utopía de la educación perfecta, el lugar donde, según nos cuentan, la gente va a trabajar en trineo tirado por renos sonrientes y el gobierno te regala una caja con todo lo necesario cuando tienes un hijo. Finlandia, en resumen, es ese amigo perfecto que todos tenemos y que, en el fondo, odiamos un poquito por ser tan irritantemente impecable.

Pues bien, en el corazón de este edén de la felicidad, en el mismísimo Parlamento de Helsinki, un diputado de 30 años ha sido hallado muerto. Y todo apunta a un suicidio.

De repente, el silencio. Un silencio incómodo, como el que se produce en una cena de Navidad cuando alguien pregunta por el divorcio del tío Antonio. ¿Cómo es posible? ¿En Finlandia? ¿En el epicentro mundial del bienestar? Es como si nos dijeran que han encontrado a un oso polar muerto de calor en el Polo Norte. Simplemente, no cuadra.

Y aquí es donde la absurdología empieza a trabajar. Porque esta trágica noticia es, en realidad, una bomba de profundidad contra uno de los mayores mitos de nuestro tiempo: el mito de la felicidad cuantificable. Llevamos años obsesionados con los rankings. El país más feliz, la ciudad con mejor calidad de vida, la empresa donde mejor se trabaja. Hemos convertido la felicidad en una competición, en un producto que se puede medir, empaquetar y vender en los folletos turísticos.

Y Finlandia, pobre Finlandia, ha ganado esa competición tantas veces que debe de ser agotador. Imaginen la presión. Tienes que ser feliz por decreto ley. Te levantas por la mañana, miras por la ventana el paisaje nevado perfecto, te tomas tu café perfecto en tu casa de diseño perfecto y te vas a tu trabajo perfecto donde todo funciona con la precisión de un reloj suizo. Y si un día, por lo que sea, te sientes un poco de bajón, te debes sentir como un traidor a la patria. «¿Triste? ¿Yo? ¡Imposible! ¡Soy finlandés! ¡Debo de tener el termostato de la felicidad estropeado!».

Quizá el trabajo más estresante del planeta no sea el de controlador aéreo, ni el de cirujano, ni el de desactivador de bombas. Quizá el trabajo más estresante sea ser diputado en el parlamento del país más feliz del mundo. Tienes que legislar para mantener ese nivel de perfección. Tienes que proyectar una imagen de serenidad y competencia intachable, mientras por dentro, a lo mejor, solo te apetece gritar y mandar a todo el mundo a tomar por el… bueno, a dar un paseo por el bosque.

La muerte de este joven es un recordatorio brutal de que la salud mental no entiende de rankings ni de productos interiores brutos. La depresión y la desesperación no se curan con un buen sistema educativo o con una sauna a la temperatura ideal. Son demonios personales que se cuelan por las grietas de las fachadas más perfectas.

Y quizá, solo quizá, esta obsesión por ser «el país más feliz» es, en sí misma, una fuente de infelicidad. Es una tiranía. La tiranía de la sonrisa obligatoria, la dictadura del bienestar. Te prohíbe estar mal, te niega el derecho a la miseria, que es un derecho tan humano como el de ser feliz.

Así que, desde esta humilde consulta, un recuerdo para ese joven diputado. Y una reflexión para el resto de nosotros. La próxima vez que veamos un titular sobre «el país más feliz del mundo», mirémoslo con un poco de escepticismo. Porque la felicidad, la de verdad, no se mide en estadísticas. Y a veces, los lugares que parecen más perfectos por fuera son los que esconden las sombras más profundas por dentro.

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