Buenas tardes, feligreses del absurdo. Hay chapuzas, y luego hay Obras Maestras de la Chapuza. Hay despilfarros, y luego hay Agujeros Negros Presupuestarios. Hoy, en nuestro reportaje de investigación de los sábados, vamos a analizar una de esas obras que trascienden la simple incompetencia para entrar en el terreno del delirio, de la megalomanía, de la necrofilia arquitectónica. Hoy, amigos, hacemos la autopsia de la Cidade da Cultura de Santiago de Compostela.
Acto I: El Sueño Húmedo de un Faraón en la Colina del Gaiás
Para entender el monumental fracaso de la Cidade da Cultura, primero hay que entender el sueño. Finales de los 90. España vive en la gloriosa borrachera del ladrillo y el dinero fácil. En Galicia, un hombre, Manuel Fraga, gobierna con la misma autoridad con la que Moisés gobernaba a los israelitas. Y como todo buen faraón, Don Manuel quiere dejar su pirámide para la posteridad.
En el norte, un tal Guggenheim ha puesto a Bilbao en el mapa mundial. Y Fraga, en un arrebato de «y yo más», decide que Galicia necesita su propio icono. Pero más grande. Más caro. Más… todo. Nace así la idea de construir en la cima del monte Gaiás, una colina anónima a las afueras de Santiago, un complejo cultural que haría llorar de envidia al mismísimo Louvre.
Se convoca un concurso internacional. Gana un arquitecto estrella, un starchitect, el estadounidense Peter Eisenman, con un diseño de una complejidad y una pretenciosidad que quitan el aliento. No eran edificios, era «un códice de piedra», una «topografía que emerge de la tierra», una «reinterpretación del vieiro de los peregrinos». El presupuesto inicial: unos 100 millones de euros. Una cifra respetable, pero asumible. El sueño estaba en marcha.
Acto II: La Resaca de Hormigón y el Presupuesto Infinito
Y aquí, amigos, es donde el sueño se convierte en pesadilla. La construcción de la Cidade da Cultura es la historia de una hemorragia. Una sangría de dinero público que parecía no tener fin.
El presupuesto inicial de 100 millones fue una broma de mal gusto. Una cifra para la foto. La realidad, como demuestran todos los informes y análisis posteriores de medios como [ElDiario.es], es que el coste se multiplicó. Por dos. Por tres. Por cuatro. ¡Por cinco! La cifra final se acerca a los 500 millones de euros. Quinientos millones. Una cantidad con la que se podrían haber construido decenas de hospitales, cientos de colegios o, simplemente, haberle pagado una mariscada a cada gallego durante un año.
La obra se convirtió en un monstruo que devoraba recursos sin piedad. Un agujero negro financiero. Y lo peor no fue solo el coste, fue la ejecución. El diseño de Eisenman era tan absurdamente complejo, con sus formas onduladas y sus fachadas inclinadas, que cada solución técnica era un infierno de ingeniería que disparaba los costes.
Y entonces, llegó la crisis de 2008. La fiesta se había acabado. El dinero se había esfumado. Y el Gobierno gallego, ya con otro presidente, se encontró con un dilema: ¿qué hacemos con este monstruo a medio construir? Y tomaron una decisión salomónica que resume la genialidad de nuestra planificación: paralizaron las obras. Pero no todas. De los seis edificios proyectados, dos se quedaron en el esqueleto. Muertos antes de nacer.
El resultado es lo que vemos hoy: un complejo arquitectónico amputado. Un gigante al que le faltan dos extremidades. Un recordatorio perpetuo y oxidado de un sueño que se quedó a medias. El fracaso de la Cidade da Cultura no es solo económico, es también visual.
Acto III: Autopsia de un Elefante Blanco (con Goteras)
Hoy, la Cidade da Cultura es un lugar extraño. Un complejo de una belleza fría y desoladora, posado sobre una colina, a menudo envuelto en la niebla gallega. Es gigantesco, es impresionante y está, la mayor parte del tiempo, semivacío.
Los edificios que se terminaron (la biblioteca, el archivo, el museo…) funcionan a medio gas. Albergan exposiciones temporales y algún que otro congreso. Pero la sensación es la de un traje de gala que le queda tres tallas grande a la ciudad.
Pero el verdadero drama, el chiste final de esta tragedia, es el coste de mantenimiento. Este elefante blanco, este mausoleo de la megalomanía, nos cuesta a todos los contribuyentes una millonada cada año. Millones de euros solo para mantener las luces encendidas, limpiar el polvo y, como se ha denunciado en varias ocasiones, arreglar las goteras. Sí, amigos. Un complejo de 500 millones de euros que tiene goteras. Es la metáfora definitiva.
Diagnóstico Final: El Virus de la Megalomanía
El fracaso de la Cidade da Cultura no es un caso único. Es el síntoma más espectacular de una enfermedad que padece nuestra clase política: la megalomanía. La obsesión por la «obra faraónica», por el proyecto que lleva tu nombre y que te asegura un lugar en la historia, aunque ese lugar sea el de un campeón del despilfarro. Lo vimos con el [Plan E de Zapatero] y sus rotondas, y lo vemos aquí en su versión cultural.
No se construyó pensando en las necesidades culturales de Galicia. Se construyó pensando en la foto, en el titular, en el ego de un político. Y el resultado es este: un monumento a la vanidad. Un precioso y carísimo sarcófago que contiene, en su interior, los restos de 500 millones de euros de dinero público.
Así que si alguna vez visitan Santiago de Compostela, además de la Catedral, suban a la colina del Gaiás. Paseen por sus plazas vacías. Contemplen la belleza fría de sus edificios. Y escuchen el silencio. Es el sonido del dinero tirado a la basura. Es el eco de una chapuza que, a diferencia de los peregrinos, ha venido para quedarse.