Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, buenos días. Hoy, en nuestra bomba del almuerzo, no hay espacio para la sátira ni para el cinismo. Hoy toca hacer una pausa, guardar el bisturí y quitarnos el sombrero con respeto. Porque se ha ido uno de los últimos gigantes. Muere Robert Redford. Y con él, se apaga un poco más la luz de ese Hollywood que ya solo existe en nuestra memoria.
Decir que Redford era guapo es como decir que el Everest es alto. Es una obviedad que no le hace justicia. Era insultantemente guapo. Tenía esa belleza rubia, atlética y de ojos azules que parecía esculpida por los dioses para protagonizar el sueño americano. Y ese, precisamente, fue su primer gran enemigo. Porque el mundo, al verle, solo quería ver una cara bonita. Y él se pasó toda la vida demostrando que, detrás de esos ojos, había mucho, mucho más.
El Rebelde que Conquistó el Sistema
Su carrera es la historia de una rebelión silenciosa contra su propia imagen. Pudiendo haberse acomodado en el papel de galán de comedias románticas, eligió siempre el camino difícil. Fue el inolvidable Sundance Kid en Dos hombres y un destino, ese forajido carismático que, junto a Paul Newman, formó una de las parejas más icónicas de la historia del cine. Fue el periodista incansable que destapó el Watergate en Todos los hombres del presidente. Fue el misterioso millonario de El gran Gatsby y el estafador de guante blanco de El golpe.
En cada papel, había un poso de melancolía, un toque de anti-héroe, una rebeldía contra el sistema que, en realidad, era su propia rebeldía contra el encasillamiento. Como ya hemos analizado en [nuestra crítica a la falta de originalidad de Hollywood], Redford pertenecía a una estirpe de actores que ya no existe: la de las estrellas que eran más grandes que sus películas, pero que siempre se ponían al servicio de la historia.
Sundance: el Legado del Hombre que no Quería ser Hollywood
Pero el verdadero legado de Robert Redford, la prueba definitiva de su inteligencia y su visión, no está delante de las cámaras, sino detrás. Harto de la tiranía de los grandes estudios, de la dictadura de la taquilla y de las películas hechas con plantilla, decidió crear su propio refugio. Un lugar en las montañas de Utah donde el cine pudiera ser libre. Lo llamó Sundance.
Lo que empezó como un pequeño festival para dar una oportunidad a los directores novatos y a las historias que nadie se atrevía a financiar, se ha convertido en la meca del cine independiente mundial. Sundance no es solo un festival. Es la mayor bofetada que se le ha dado nunca al sistema de Hollywood. Es la demostración de que se puede hacer otro tipo de cine. Un cine personal, arriesgado, diferente. Sin Sundance, probablemente no existirían directores como Quentin Tarantino o los hermanos Coen.
Esa es la gran paradoja y la gran genialidad de Redford. La mayor estrella de Hollywood de su tiempo se convirtió en el mayor enemigo de lo que Hollywood representaba. Usó su poder, su fama y su dinero, no para construir un imperio para sí mismo, sino para crear una alternativa para los demás.
Hoy, mientras leemos la noticia de que muere Robert Redford, es imposible no sentir una profunda nostalgia. No solo por el actor, sino por la era que representa. Una era en la que el cine era artesanal, las estrellas tenían misterio y las películas se atrevían a ser inteligentes.
Se ha ido el ladrón de guante blanco, el periodista que derribó a un presidente, el forajido que nunca aprendió a nadar. Se ha ido el hombre que nos enseñó que la belleza, sin inteligencia y sin compromiso, es solo un envoltorio vacío. Se ha ido una de las últimas luces del Hollywood dorado. Y nos ha dejado, como siempre, con ganas de más.
Buen viaje, Bob. Y gracias por las películas.