El Archivo del Disparate: Autopsia del Día en que el Apocalipsis olió a Goma Quemada.

Caricatura de políticos del PP y PSOE jugando a pasarse la culpa mientras arde el cementerio de neumáticos de Seseña, como sátira de la negligencia.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, buenas tardes. La jornada ha sido dura. La actualidad, como siempre, nos ha abofeteado con su ración diaria de ineptitud y miseria. Por eso, ahora que el día agoniza, les invito a un viaje. Un viaje en el tiempo. Abran conmigo este expediente polvoriento de nuestro Archivo de la Vergüenza Nacional. Viajemos a un tiempo no tan lejano, a mayo de 2016. A un lugar llamado Seseña. El día en que el cielo se tiñó de negro. El día en que el Apocalipsis tuvo un olor muy característico: el de un taller de Norauto ardiendo.

Acto I: La Creación del Monstruo

La historia del gran incendio de Seseña no empieza con una chispa. Empieza, como todas las grandes tragedias españolas, con años y años de desidia. Con una montaña. Pero no una montaña de roca y tierra, sino una de neumáticos. Cien mil toneladas de caucho gastado, apiladas ilegalmente durante más de una década en un páramo a caballo entre Castilla-La Mancha y Madrid.

Era el monumento nacional a la chapuza. Un Titán de la negligencia de cinco millones de ruedas, visible en Google Maps, que crecía y crecía ante la mirada impasible de las administraciones. Era un monstruo que todos veían, al que todos temían, pero del que nadie quería hacerse cargo. ¿Por qué? Porque estaba, literalmente, en la frontera. Era el problema perfecto para jugar al deporte nacional: el «esto no es de mi competencia».

Durante años, la montaña de goma fue objeto de informes, de denuncias, de advertencias de ecologistas que gritaban en el desierto. Era una bomba de relojería medioambiental y sanitaria. Un polvorín negro y silencioso que solo necesitaba una excusa para estallar. Y la burocracia, mientras tanto, se movía a su ritmo geológico habitual, en un ecosistema de sellos, formularios y la sagrada tradición del «vuelva usted mañana». Se crearon comisiones, se redactaron planes que nunca se ejecutaron, se pasaron la pelota de un despacho a otro. El monstruo, mientras, seguía ahí, esperando pacientemente su momento.

Acto II: El Infierno Anunciado

Y una madrugada de viernes 13, llegó la excusa. Alguien, nunca se supo quién, le prendió fuego. Y el monstruo despertó.

Lo que siguió fue un espectáculo dantesco. Una columna de humo tan densa, tan negra y tan tóxica que parecía que el mismísimo Mordor había abierto una sucursal en la comarca de La Sagra. El humo se veía desde Madrid, desde el espacio. Miles de vecinos tuvieron que ser evacuados, confinados en sus casas, con las ventanas selladas, mientras un cóctel de productos químicos cancerígenos llovía sobre sus cabezas.

El incendio ardió durante semanas. Los bomberos, héroes anónimos en una guerra que nunca debió empezar, luchaban contra un enemigo casi invencible. Apagar un neumático ardiendo es una pesadilla. Apagar cinco millones es el noveno círculo del infierno. El paisaje se convirtió en un cuadro del Bosco pintado con hollín y desesperación.

No fue un accidente. Fue una crónica de una catástrofe anunciada. Fue el resultado inevitable de una década de mirar para otro lado. Fue el momento en que toda la mierda que habíamos barrido debajo de la alfombra durante años nos estalló en la cara, en forma de una nube tóxica que nos recordaba, a cada bocanada, el precio de nuestra propia estupidez.

Acto III: El Clásico Epílogo Español – La Batalla por la Culpa

Y cuando las llamas aún no se habían extinguido, cuando los vecinos aún no habían podido volver a sus casas, comenzó el verdadero espectáculo. El circo. La fase más importante de cualquier desastre nacional que se precie: la guerra política por ver de quién era la culpa.

En un alarde de coordinación que ya quisiéramos para la sanidad pública, los dos grandes partidos, que gobernaban en las comunidades limítrofes, sacaron los cuchillos.

  • Desde Castilla-La Mancha (PSOE): «¡La culpa es de Madrid! ¡La mayor parte del vertedero estaba en su lado! ¡Su inacción ha provocado esta catástrofe!».
  • Desde Madrid (PP): «¡La culpa es de Castilla-La Mancha! ¡El fuego empezó en su territorio! ¡Su falta de vigilancia es la única responsable!».
  • Desde el Ayuntamiento de Seseña (gobernado por otro partido más): «¡La culpa es de los dos, que llevan años pasándose la pelota y nos han dejado este marrón a nosotros!».

Fue glorioso. Políticos con traje y corbata, visitando la zona cero con cara de circunstancias, pero aprovechando cada micrófono para apuñalar al rival. Se acusaron de todo. De no haber reciclado los neumáticos, de no haber puesto vallas, de no haber vigilado, de no haber hecho caso a los informes. Se tiraron a la cabeza expedientes, leyes y competencias con la misma furia con la que los bomberos echaban agua al fuego.

La conversación, en cuestión de horas, dejó de ser sobre cómo solucionar el desastre ecológico y pasó a ser sobre cómo ganar el relato. El humo tóxico era secundario. Lo importante era el humo que se vendía en las ruedas de prensa.

El Eco en el Presente: ¿Hemos Aprendido Algo?

Y ahora, casi una década después, mientras desempolvamos este expediente, la pregunta es inevitable: ¿aprendimos algo de Seseña? La respuesta, me temo, es una carcajada amarga.

El incendio de Seseña no fue un caso aislado. Fue un síntoma. El síntoma de una enfermedad crónica que padece este país: la procrastinación como política de Estado. La cultura de la «patada p’alante». La creencia de que un problema, si lo ignoras durante el tiempo suficiente, quizá desaparezca solo.

Lo vimos en Seseña con los neumáticos. Lo hemos visto este verano con los incendios forestales en Castilla y León, tras años de advertencias sobre la falta de prevención. Lo vemos con la DANA, que arrasa siempre las mismas zonas porque nadie se atreve a ejecutar las obras necesarias. Lo vemos con el Mar Menor, que agoniza mientras las administraciones se pelean por ver quién tiene la competencia de salvarlo.

El modus operandi es siempre el mismo. Primero, la negación. Segundo, la inacción. Tercero, la catástrofe. Y cuarto, y más importante, la guerra de culpas.

El humo de Seseña, al final, se disipó. El aire volvió a ser respirable. Pero el hedor, amigos, el hedor de la incompetencia, de la desidia y de la miseria política, ese, me temo, sigue flotando entre nosotros. Y no hay mascarilla que nos proteja de él.

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