Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar del deporte más emocionante y menos comprendido de nuestro país: el ajedrez judicial. Y en el tablero de la actualidad, acabamos de presenciar una jugada maestra, un movimiento de una sutileza que haría aplaudir al mismísimo Bobby Fischer. El abogado de Begoña Gómez, en una pirueta legal digna de un contorsionista del Circo del Sol, le ha pedido al juez que, por favor, suspenda la declaración de su clienta.
El motivo es de una belleza burocrática sublime. No es que su clienta no quiera declarar. ¡No, por Dios, ella está deseando colaborar con la justicia! El problema, según el letrado, es de «competencia». Es decir, no están seguros de si el juez que la ha citado es el juez «correcto». Es como negarse a jugar un partido de fútbol porque no estás seguro de si el árbitro es de la Federación de LaLiga o de la Champions League. Mientras se aclaran, mejor dejamos el balón parado, no vaya a ser que marquemos un gol en la portería equivocada.
Traducido del lenguaje de los tribunales al de la barra del bar: es la versión judicial del «ya te llamaré yo».
Esta estrategia es maravillosa porque nos muestra que en España no hay una justicia, sino dos. Está la justicia para usted y para mí, la de los plebeyos. Esa en la que, si te llega una citación del juzgado, más te vale presentarte a tu hora, peinado y con ropa limpia, porque si no, la siguiente visita que recibes es la de dos señores de uniforme que no vienen a tomar café.
Y luego está la justicia para los poderosos. Una especie de servicio a la carta, un menú degustación de recursos, aplazamientos y cuestiones de competencia. En esta justicia, si no te gusta el juez, puedes insinuar que no es el tuyo. Si no te viene bien la fecha, puedes alegar que te coincide con un curso de macramé. Es un mundo fascinante donde el tiempo se estira y las leyes se interpretan con la misma flexibilidad que un chicle.
El abogado, un virtuoso del florete procesal, argumenta que, como el Tribunal Supremo aún no ha decidido si el caso se queda en un juzgado normal o sube a las altas esferas (dado que la investigada duerme cada noche al lado de un señor con aforamiento), declarar ahora sería «una diligencia inútil». ¡Inútil! ¡Qué palabra tan bien escogida! Inútil es, para ellos, colaborar con un juez que a lo mejor, solo a lo mejor, acaba no siendo el definitivo.
Mientras tanto, el circo político sigue su curso. Desde un lado, gritan «¡Lawfare! ¡Es una persecución!». Desde el otro, gritan «¡Corrupción! ¡Que confiese!». Y en medio, el sistema judicial, moviéndose con la agilidad de un caracol con reuma, intenta decidir quién tiene la pelota.
No sabemos cómo acabará esto. Quizá el juez suspenda la declaración. Quizá no. Quizá el Supremo tarde ocho meses en decidir. Quizá para entonces hayamos tenido otras tres elecciones y a nadie le importe ya este asunto. Lo único que sabemos con certeza es que la partida de ajedrez continúa. Y en esta partida, como en todas las que juegan los de arriba, las piezas que se sacrifican son siempre las mismas: la verdad, la agilidad de la justicia y la paciencia de los ciudadanos.
Así que, la próxima vez que le llegue una multa de tráfico, no la pague. Envíe un burofax alegando una «cuestión de competencia». Diga que no está seguro de si la DGT o el ayuntamiento son los indicados para multarle y que, hasta que el Tribunal Constitucional no se pronuncie, usted se niega a pagar. A ver qué pasa. La respuesta, me temo, nos recordará en qué lado del tablero jugamos cada uno.