El Caso Begoña Gómez Añade un Nuevo Cromo a su Álbum: Ahora También Malversación.

Caricatura de Begoña Gómez mostrando un álbum de cromos de delitos a un juez, en referencia a su imputación por malversación.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy nos llega un nuevo capítulo de nuestra serie favorita: «Líos en la Moncloa». Cuando pensábamos que la trama principal, la del presunto tráfico de influencias, ya estaba más estirada que un chicle en la suela de un zapato, los guionistas nos han sorprendido con un giro argumental digno de un final de temporada. El juez Juan Carlos Peinado, que parece tener más ganas de investigar que un jubilado en una obra, ha decidido ampliar la carta de delitos. Ahora, Begoña Gómez, esposa de nuestro presidente, no solo está investigada por susurrar al oído adecuado, sino también por un presunto delito de malversación de caudales públicos.

 

 

 

Esto, amigos, es como ir al médico por un resfriado y salir con un diagnóstico de gripe, anginas y morriña existencial. Se ve que el juez, revisando los papeles, ha encontrado algo que le ha olido a chamusquina, algo relacionado con el uso de fondos públicos en esa ensalada de cátedras, contratos y cartas de recomendación que se está investigando.

La maquinaria del espectáculo político se ha puesto en marcha al instante, como siempre. Desde un lado del ring, tenemos a los que gritan «¡Lawfare!», «¡Persecución!», «¡Es una conspiración de la fachosfera intergaláctica!». Para ellos, Begoña Gómez es una mezcla entre Juana de Arco y Marie Curie, una mujer brillante acosada por las fuerzas oscuras por el mero hecho de ser la esposa del líder. Desde el otro lado, tenemos a los que ya han sacado la guillotina a la plaza del pueblo y gritan «¡Corrupción!», «¡Que devuelvan lo robado!», «¡Dimisión!». Para ellos, la Moncloa se ha convertido en una especie de cueva de Alí Babá, pero con menos ladrones y más asesores.

Y en medio, como siempre, estamos usted y yo, querido lector, intentando entender algo con la misma cara de perplejidad que se le queda a uno cuando lee la factura del teléfono.

Lo más delicioso de todo es el timing. La citación a declarar como investigada (que es la palabra moderna para «imputada», porque suena menos a película de mafiosos) se ha fijado para septiembre. Un detalle de cortesía judicial para no interrumpir el merecido descanso estival. Porque, como todo el mundo sabe, no hay nada que estropee más unas vacaciones en la playa que tener que ir a explicarle a un señor con toga por qué una empresa que tú recomendaste se llevó un contrato público. Es un bajón.

Este caso se ha convertido en el deporte nacional. Cada día, un nuevo titular, un nuevo informe de la UCO, una nueva filtración. Se ha hablado más de las cartas de recomendación de Begoña Gómez que de la subida del aceite. Y eso es decir mucho.

No sabemos cómo acabará esto. Quizá todo quede en nada, en un «error administrativo», en un «malentendido», y se archive el caso con el mismo ruido que hace una pluma al caer sobre un cojín. O quizá estemos ante un escándalo de proporciones bíblicas. Lo único que este humilde Absurdólogo puede certificar es que el espectáculo está garantizado.

Al final, este asunto trasciende a la propia Begoña Gómez. Es un reflejo de esa zona gris, de esa frontera borrosa entre lo público y lo privado, entre el interés general y el interés personal, que parece ser el hábitat natural de la política española. Una zona donde ser «la mujer de» o «el marido de» te abre más puertas que una llave maestra. Y mientras los abogados afilan sus argumentos y los políticos sus tuits, nosotros seguiremos aquí, en la consulta, diagnosticando este fascinante caso de inflamación del poder. El tratamiento, me temo, va para largo.

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