Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de Benidorm. Esa joya del Mediterráneo, ese Manhattan de la tercera edad, ese lugar donde el sol nunca se pone y las obras nunca se acaban. Pues bien, parece que a la ciudad que sobrevivió a todo le ha llegado su kriptonita. Y no es una plaga de medusas, ni una invasión de turistas sin camiseta. Es algo mucho más temible: una sentencia judicial.
Una sentencia que le dice al Ayuntamiento: «Oiga, ¿se acuerda de aquel plan urbanístico que aprobaron ustedes en los años 90 en la Sierra Helada, probablemente en una servilleta de bar entre dos carajillos? Pues era ilegal. Así que ahora, por favor, páguele a la promotora 340 millones de euros«.
Trescientos cuarenta millones. De euros.
Es una cifra tan absurdamente grande que cuesta escribirla. Es más que el presupuesto anual entero de la ciudad. Es la resaca más cara de la historia. Es como si, después de una noche de fiesta loca en tu juventud, 30 años después te llega una factura del bar por el valor de tu casa, tu coche y tus futuros nietos.
La situación es digna de una comedia de Berlanga. Me imagino al actual alcalde recibiendo la noticia. Debe ser como esa escena de una película de catástrofes en la que un científico mira la pantalla del radar y ve un meteorito del tamaño de Texas dirigiéndose a la Tierra. «¿Pero esto de dónde ha salido?», preguntará. Y un asesor viejo le responderá: «De una reunión de la comisión de urbanismo de 1994, señor alcalde. Parece que se vinieron un poco arriba».
Porque esa es la clave de esta maravillosa historia. Los que firmaron aquello, los visionarios que decidieron que construir en un parque natural era una idea cojonuda para el progreso, ya no están. Estarán jubilados, jugando a la petanca en alguna playa, ajenos a la bomba de relojería que dejaron programada. Y ahora, la fiesta la pagan los que ni siquiera habían nacido cuando se sirvieron las copas.
Es el deporte nacional español en su máxima expresión: la «patada p’alante». ¿Un problema? No lo soluciones, aprueba algo rápido, que ya lo arreglará el que venga detrás. Y así, hemos convertido el país en un campo de minas burocráticas, donde cada cierto tiempo nos estalla en la cara una chapuza del pasado.
La justificación en su día, me imagino, sería la de siempre: «crear riqueza», «atraer inversión», «modernizar el municipio». Son las palabras mágicas que se usan para justificar cualquier barbaridad urbanística. Y ahora, esa «riqueza» se ha convertido en una deuda que amenaza con llevarse por delante los servicios públicos de toda una ciudad.
¿Y ahora qué? ¿Cómo paga una ciudad de 70.000 habitantes una multa de 340 millones? ¿Van a hacer una colecta? ¿Van a vender la isla de Benidorm a un jeque árabe? ¿O van a subir el IBI hasta el punto de que vivir allí cueste lo mismo que en Manhattan de verdad?
Esta noticia es una lección magistral. Nos enseña que las decisiones políticas tienen consecuencias. Y que esas consecuencias, a veces, tardan 30 años en llegar, pero cuando llegan, lo hacen con la fuerza de un tsunami. Y te pillan, como siempre, en bañador y sin un duro en el bolsillo.
Así que, desde aquí, toda nuestra solidaridad con los ciudadanos de Benidorm. Se enfrentan a un marrón de proporciones épicas. Un marrón que, como la mayoría de los marrones de este país, no lo generaron ellos, pero les va a tocar limpiarlo.