Desde el consultorio sentimental del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que analizar una relación tóxica que parece haber llegado a su punto de no retorno. Es la historia de amor (y desamor) entre España y Glovo. Tras años de una convivencia basada en la flexibilidad (laboral, sobre todo), la pasión (por los pedidos a domicilio) y algún que otro malentendido (sobre si los repartidores eran empleados o «emprendedores de la mochila»), parece que la relación se ha roto.
Glovo, en un arrebato de sinceridad que nos ha dejado a todos con el corazón en un puño, ha decidido poner las cartas sobre la mesa. Y lo ha hecho con una emotiva carta de ruptura que hemos conseguido en exclusiva.
Querida España,
Te escribo esta carta con el corazón en un puño y el algoritmo en otro. Siento que, últimamente, ya no somos los mismos. Hemos llegado a un punto en el que no nos entendemos. Tú me hablas de «derechos laborales», de «contratos», de «Seguridad Social». Y yo te hablo de «optimización de la rentabilidad», de «economía de plataforma», de «flexibilidad». Es como si habláramos en idiomas diferentes.
Recuerdo nuestros comienzos. ¡Qué tiempos! Yo era una startup joven y alocada, llena de sueños. Y tú, un país deseoso de que te trajeran una hamburguesa a casa a las once de la noche. Éramos perfectos el uno para el otro. Yo te ofrecía comodidad. Tú me ofrecías una legislación laboral que parecía escrita en una servilleta, con muchos huecos por los que colar mi innovador modelo de negocio.
Pero has cambiado, España. Te has vuelto… exigente. Primero, con esa tal Yolanda Díaz y su «Ley Rider». De repente, querías que tratara a mis riders como si fueran empleados de verdad. ¡Con sus vacaciones, sus bajas y su derecho a quejarse! ¿Pero tú sabes el estrés que es eso para mi modelo de Excel?
Yo pensaba que lo nuestro era especial. Pensaba que entendías mi forma de ser: un poco explotadora, sí, lo admito, pero siempre con una sonrisa y una app muy mona. Pero ahora me pones multas millonarias. Me dices que tengo que cumplir la ley, como si fuera una empresa normal y corriente. ¡Pero yo no soy normal! ¡Soy «disruptiva»!
Y por eso, con todo el dolor de mi corazón, tengo que decírtelo. Si no puedes aceptarme como soy, con mis falsos autónomos y mi precariedad estructural, quizá lo nuestro deba terminar. Si me sigues presionando, cogeré mi mochila amarilla, mis algoritmos y me iré. Hay otros países, ¿sabes? Países que sí me comprenden. Países que no se ponen tan tiquismiquis con eso de los «derechos».
Piénsalo bien, España. ¿De verdad quieres volver a la oscura era de tener que bajar tú mismo a por el pan? ¿De tener que cocinar?
Espero que recapacites.
Tuyo (de momento),
Glovo.
Esta carta, amigos, es la cumbre del chantaje emocional. Es el «si me dejas, no sé lo que haría», pero en versión corporativa. Es el niño rico que, cuando le cambian las reglas del juego a mitad del partido, coge la pelota y amenaza con irse a su casa para que nadie más pueda jugar.
Glovo, y su matriz alemana Delivery Hero, se hicieron de oro con un modelo de negocio que era, básicamente, una genialidad de la ingeniería jurídica: tener a miles de personas trabajando para ti, pero sin las molestas obligaciones de un empleador. Y ahora que un país soberano decide que, oye, quizá esa gente también tiene derecho a ponerse enferma sin arruinarse, la respuesta de la empresa es una amenaza velada.
Es la arrogancia del nuevo capitalismo de plataforma. Empresas que se creen por encima de las leyes, que se consideran tan esenciales que pueden dictar sus propias normas a los países donde operan.
Así que, mientras el Gobierno se debate entre aplicar la ley o ceder al chantaje, el resto de nosotros nos quedamos mirando. Y en el centro de todo, como siempre, los riders. Esos chavales que, llueva, nieve o haga un calor infernal, pedalean por nuestras ciudades para que a nosotros no se nos enfríe la pizza. Y que, al parecer, en esta tóxica relación de pareja, son los hijos de los que nadie se acuerda en el divorcio.