Buenas tardes, feligreses del absurdo. Hoy, en el Paseo del Prado de Madrid, no ha desfilado el ejército. No ha habido carrozas del Orgullo ni maratones populares. Hoy ha desfilado algo mucho más poderoso y, para el poder, mucho más temible: la realidad. Decenas de miles de personas, una marea humana de cabreo y dignidad, han colapsado el corazón de la capital. Y su grito de guerra, un lema que es a la vez un lamento y una amenaza, resonará durante mucho tiempo: «Trabajar hasta morir, se va a acabar».
Ha comenzado, oficialmente, la primera gran batalla de la Gran Guerra por la reforma de las pensiones. Y en esta contienda, se enfrentan dos ejércitos con armas muy distintas.
El Ejército del Powerpoint: Los Generales de la Austeridad
En una esquina, atrincherado en los búnkeres con aire acondicionado de la Moncloa y del Ministerio de Economía, se encuentra el ejército del Gobierno. Sus armas no son los tanques ni los misiles; son las diapositivas de PowerPoint, los informes de Bruselas y los gráficos de Excel. Sus generales son tecnócratas que hablan un idioma arcano, lleno de eufemismos como «factor de sostenibilidad», «equilibrio demográfico» y «adaptación al nuevo paradigma».
Su lógica es fría, matemática e impecable. Nos dicen que «los números no salen». Que la pirámide de población se ha invertido. Que vivimos demasiado. Que la hucha de las pensiones está tiritando. Y que la única solución, la única medicina posible para esta enfermedad estructural, es una: que trabajemos más años para, probablemente, cobrar menos.
Para ellos, una pensión no es un derecho adquirido tras una vida de trabajo. Es una partida contable. Un apunte en el «debe» del presupuesto que hay que cuadrar como sea. Y si para cuadrarlo hay que decirle a una generación entera que su sueño de jubilarse a una edad digna es una fantasía del pasado, se dice. Y se quedan tan anchos. Su campo de batalla es una hoja de cálculo. Su enemigo, la realidad demográfica. Y su conciencia, por lo visto, está externalizada en algún paraíso fiscal.
La Legión del Cartón: el Ejército de los Estafados
En la otra esquina, en la calle, bajo un sol que calienta el asfalto, está el otro ejército. Un ejército mucho más numeroso, más ruidoso y, sobre todo, más cabreado. Sus armas son mucho más rudimentarias: pancartas de cartón pintadas a mano, silbatos que aturden y gargantas enrojecidas de tanto gritar. Sus soldados no son economistas con máster en el extranjero. Son jubilados que ven peligrar la pensión por la que han cotizado 45 años. Son trabajadores de 50 que temen no llegar a la nueva edad de jubilación sin un infarto. Y son jóvenes de 30 que miran este sistema y lo ven como lo que es: la mayor estafa piramidal de la historia.
La lógica de este ejército no es matemática. Es vital. Su argumento no es «los números no salen». Su argumento es «la vida no sale». No sale una vida en la que te pasas 40 años cotizando para que luego te digan que tienes que seguir otros cinco. No sale una vida en la que, después de trabajar hasta los 68 o los 70, te quede una pensión que no te da ni para pagar la residencia.
Ellos no ven una hoja de cálculo. Ven la promesa rota de sus padres y abuelos. Ven el contrato social hecho añicos. Y ven que, mientras a ellos se les pide un sacrificio «por el bien del sistema», los de siempre, los que juegan en la liga de los beneficios récord y los bonus millonarios, como ya analizamos en [nuestro artículo sobre Iberdrola], parecen vivir en un universo paralelo donde la palabra «sacrificio» no existe.
La Batalla de Fondo: el Fin de una Era
Esta manifestación contra la reforma de las pensiones es mucho más que una simple protesta laboral. Es el síntoma de una fractura mucho más profunda. Es el choque de dos visiones del mundo. Es la batalla entre un sistema que nos ve como meros «recursos humanos», como piezas de un engranaje productivo que se usan y se tiran, y una sociedad que se resiste a aceptar que el único propósito de la vida sea trabajar hasta caer rendido.
El grito de «trabajar hasta morir, se va a acabar» no es una simple consigna. Es un manifiesto existencial. Es el rechazo a un futuro donde la jubilación ya no es un derecho, sino un lujo. Un privilegio para aquellos cuya salud y suerte les permita llegar a la meta. Para los demás, solo queda el horizonte de una vejez precaria o, directamente, inexistente.
El Gobierno, como es previsible, responderá con su argumentario habitual. Dirá que la manifestación ha sido un «fracaso» (aunque las imágenes digan lo contrario). Dirá que los sindicatos son unos «irresponsables» que no piensan en el futuro. Dirá que no hay alternativa, que son «lentejas».
Pero la batalla de hoy ha cambiado algo. Ha puesto sobre la mesa, con una contundencia que asusta, que la paciencia se ha acabado. Que la gente ha entendido el truco. Y que ya no está dispuesta a pagar la cuenta de una fiesta a la que ni siquiera fue invitada.
Lo que hemos visto hoy en Madrid no es el final de nada. Es el principio. Es el pistoletazo de salida de la Gran Guerra de las Pensiones. Una guerra que se librará en las calles, en los parlamentos y, sobre todo, en la conciencia de un país que tiene que decidir qué tipo de futuro quiere. Uno dictado por el Excel. U otro dictado por la dignidad.
Y esa, amigos, es la única elección que de verdad importa.