El Motín del Grupo de Padres (o cómo un cromo de Pikachu casi desata la Tercera Guerra Mundial)

Relato satírico sobre la locura de un grupo de WhatsApp de padres del colegio.

El infierno, descubrí un martes de septiembre a las 7:48 de la mañana, no huele a azufre. Huele a café quemado y a la inminente desesperación de un padre al borde del abismo. Mi nombre es Roberto y, en ese preciso instante, mi único objetivo vital, mi misión en este vasto y caótico universo, era averiguar si mi hija de siete años, Sofía, tenía que llevar el chándal del colegio o el uniforme de tortura con falda a cuadros. Una pregunta sencilla. Una duda razonable. Un acto que, sin yo saberlo, estaba a punto de desatar el apocalipsis.

El campo de batalla era un lugar de apariencia inofensiva: un grupo de WhatsApp llamado «Padres y Madres 2ºB – Ceip Miguel Hernández». Un nombre tan anodino como engañoso. Aquello no era un grupo de padres. Era una jaula de grillos digital, un manicomio de bolsillo donde la cordura iba a morir cada mañana.

Me armé de valor, ignorando el sudor frío que empezaba a perlar mi frente. El grupo llevaba en silencio desde el juramento de no agresión firmado en junio, un pacto tácito que se rompía tradicionalmente el primer día de clase. Abrí el chat, un erial de notificaciones silenciadas. Mi dedo temblaba sobre la pantalla. Iba a hacerlo. Iba a preguntar.

Yo: «Buenos días. Perdonad la molestia. ¿Alguien sabe si hoy toca Educación Física? Es que no encuentro la circular. Gracias».

Enviado. 7:50 a.m.

Un movimiento estúpido. Un error de principiante. Un veterano del grupo habría sabido que hacer una pregunta a esas horas es como tirar un trozo de carne a un estanque de pirañas. Pero yo, en mi inocencia, solo quería una respuesta. Y la obtuve. Vaya si la obtuve.

El primer ataque vino de donde siempre venía. De «Eva (mamá de Unax y Laia)».

Eva (mamá de Unax y Laia): «Roberto, buenos días. La circular se envió por la app del cole el jueves, se colgó en el tablón de corcho de la entrada el viernes y la tutora, Begoña, lo repitió ayer en la reunión a la que, por lo que veo, no viniste. Hoy toca el uniforme normal. Un saludo».

7:51 a.m.

Leí el mensaje. Tres veces. No era una respuesta, era una sentencia. Una ejecución pública. Podía sentir el eco de cada palabra golpeándome en la cara. El «por lo que veo, no viniste» era de una pasivo-agresividad tan exquisita que podría exponerse en un museo de arte contemporáneo. Eva no era una madre, era el puto MI6. Su capacidad para recopilar y exponer tus fallos en menos de sesenta segundos era legendaria. El año pasado, según se rumoreaba, había conseguido que un padre se mudara de ciudad tras humillarlo públicamente por haber confundido el día de la fruta con el del lácteo.

Yo: «Gracias, Eva. No, no pude ir a la reunión. Un saludo».

7:53 a.m.

Un intento patético de firmar la paz. Pero la sangre ya había empezado a olerse. Y cuando hay sangre, aparece el tiburón. O, en este caso, «David (papá de Enzo)».

David (papá de Enzo): «Hablando de la reunión. Me parece LAMENTABLE que la tutora despachara el tema del incidente del cromo de Pikachu de mi hijo en menos de un minuto. Estamos hablando de un claro caso de abuso de poder en el recreo por parte de Hugo (el hijo de María). ¡Mi hijo Enzo lleva dos días sin dormir! Exijo una respuesta y medidas disciplinarias».

7:55 a.m.

Ahí estaba. El Padre-Justiciero. David era un abogado de pleitos pobres que había decidido que el patio del colegio era su nuevo campo de batalla. Su hijo Enzo, un niño con la malicia de un geranio, era para él una especie de Nelson Mandela en miniatura, un mártir que sufría las injusticias de un sistema opresivo encarnado, esa semana, en un niño de siete años llamado Hugo. El «incidente del cromo de Pikachu» llevaba monopolizando el debate monotemático del grupo desde el viernes.

Y, por supuesto, aquello abrió la veda.

María (mamá de Hugo): «David, ya te he dicho por privado que los niños son niños. Hugo dice que fue un intercambio justo. Tu Pikachu por su Charmander holográfico».

David (papá de Enzo): «¿JUSTO? ¿Un Pikachu de primera edición por un Charmander REPETIDO? ¡Por favor, María, no me hagas reír! ¡Eso es usura!».

El chat empezó a vibrar con la furia de un enjambre de avispas cabreadas. Yo, mientras tanto, seguía intentando vestir a mi hija, que me miraba con una mezcla de pena y desconcierto. «Papá, ¿me pongo la falda o el pantalón?», preguntó, ajena al conflicto diplomático que se estaba librando en su honor.

«La falda, cariño. Ponte la falda», musité, derrotado.

Pero el espectáculo no había hecho más que empezar. Porque cuando la discusión alcanza un nivel de decibelios determinado, aparece ella. La que todo lo ve. La que todo lo controla. La administradora. «Sandra (mamá de Izan)».

Sandra (mamá de Izan): «A ver, por favor, un poco de calma. David, María, estos temas, por privado. Este grupo es SOLO para cosas importantes del colegio. Y Roberto, para la próxima, revisa la app antes de preguntar. Gracias».

8:02 a.m.

Sandra era la dictadora benevolente del grupo. La Kim Jong-un de las circulares escolares. Había creado el grupo, había establecido las normas (un documento de Word de 17 páginas que envió el primer día) y las hacía cumplir con mano de hierro. Su frase «este grupo es solo para cosas importantes» era su martillo de Thor. Lo usaba para aplastar cualquier intento de conversación que se desviara de su estricto corsé temático. Una vez, un padre se atrevió a mandar un meme de un gato. Sandra lo expulsó del grupo durante 24 horas. «Para que reflexionara», dijo.

Su mensaje, lejos de calmar las aguas, fue una bomba de napalm. David (papá de Enzo) se sintió censurado. Eva (mamá de Unax y Laia) se sintió ninguneada en su papel de guardiana de la información. Y entonces, para rematar la faena, apareció el cuarto jinete del apocalipsis.

Laura (mamá de Chloe y Dylan): «Chicas, qué estrés de mañana, ¿verdad? Oye, cambiando de tema, para relajarnos un poco… ¿sabíais que tengo una oferta 3×2 en cremas antiestrés de aloe vera? ¡Ideales para la vuelta al cole! Os paso el catálogo por si os interesa. ¡Besitos!»

Y junto al mensaje, un PDF de 48 páginas con el logo de Herbalife.

Aquello fue el detonante. La chispa que prendió la pradera. El chat, que hasta entonces había sido un campo de batalla, se convirtió en una guerra nuclear.

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