El Motín del Grupo de Padres (o cómo un cromo de Pikachu casi desata la Tercera Guerra Mundial)

Relato satírico sobre la locura de un grupo de WhatsApp de padres del colegio.

La irrupción de Laura y su catálogo de Herbalife fue el equivalente digital a echar un bidón de gasolina a una barbacoa. El grupo, que hasta ese momento mantenía una frágil apariencia de civismo, implosionó. La dictadura de Sandra (mamá de Izan) se tambaleó. Fue como la caída del Muro de Berlín, pero con emoticonos de caritas enfadadas.

David (papá de Enzo): «¿PERO ESTO QUÉ ES? ¿INTENTO DEFENDER LOS DERECHOS FUNDAMENTALES DE MI HIJO Y ME MANDAN CALLAR, PERO AQUÍ SE PUEDE HACER SPAM COMERCIAL? ¡SANDRA, ESTO ES INTOLERABLE!»

Eva (mamá de Unax y Laia): «Laura, con todo el respeto, creo que este no es el lugar. Como dice Sandra, el grupo es para cosas importantes. Por cierto, Sandra, ya que estamos, aprovecho para recordar que la circular sobre la excursión a la granja-escuela tiene una errata en la página 3, punto 2. Pone ‘llevar almuerzo para compartir’, pero en la reunión Begoña dijo que era individual. Lo digo para que no haya confusiones como el año pasado con el brote de gastroenteritis».

Eva era una francotiradora. Disparaba a dar. Acababa de ejecutar una maniobra perfecta: recordarle a todo el mundo su superioridad informativa y, de paso, evocar el recuerdo traumático de «La Gran Purga de 2024», un suceso oscuro que implicó una tortilla de patatas en mal estado y media clase de baja durante una semana.

El chat se convirtió en un campo de minas. Cada notificación era una explosión.

Carlos (papá de Leo): «Oye, pues a mí me interesa lo de las cremas. Mándamelo por privado, Laura».

Laura (mamá de Chloe y Dylan): «¡Claro, Carlos, cielo! ¡Ahora te escribo! Para los demás, que sepáis que también tengo batidos sustitutivos. ¡Ideales para la operación post-verano! 😉»

Sandra (mamá de Izan): «CARLOS. LAURA. POR PRIVADO. Y DAVID, SI TIENES UN PROBLEMA CON LAS NORMAS, YA SABES DÓNDE ESTÁ LA PUERTA. EL GRUPO TIENE UNAS REGLAS. Y SE CUMPLEN».

La amenaza era explícita. Sandra estaba a punto de pulsar el botón rojo, el de «Eliminar del grupo». Era su arma de destrucción masiva, y no dudaba en usarla. Pero David (papá de Enzo) no era de los que se amedrentaban.

David (papá de Enzo): «¿LA PUERTA? ¿ME ESTÁS AMENAZANDO? ¡ESTO ES CENSURA! ¡UNA VULNERACIÓN DE MI LIBERTAD DE EXPRESIÓN! ¡VOY A CONSULTAR CON MIS ABOGADOS SI ESTE GRUPO CUMPLE LA LEY DE PROTECCIÓN DE DATOS!»

Mientras tanto, en mi cocina, la realidad seguía su curso. Mi hija Sofía, ya vestida con la falda a cuadros, me miraba con esos ojos que solo los niños saben poner, una mezcla de compasión y vergüenza ajena. «Papá, se nos hace tarde», dijo. Tenía razón. El mundo real, con sus horarios y sus obligaciones, seguía existiendo ahí fuera, ajeno a la guerra civil que se libraba en mi teléfono.

«Ya voy, cariño», le dije, mientras mi pulgar, poseído por una fuerza oscura, seguía refrescando el chat. No podía parar. Era como mirar un accidente de tren a cámara lenta.

La cosa escaló a niveles estratosféricos. Un bando, liderado por David, empezó a cuestionar la legitimidad de Sandra como administradora. «¡Esto no es una democracia, es una tiranía!», escribió alguien. Otro bando, fiel a Sandra, defendía el orden y la disciplina. «¡Sin normas, esto sería una anarquía!», tecleó un padre que, por lo visto, se tomaba el chat con la misma seriedad que la redacción de una Constitución.

Y en medio, como siempre, la gente normal.

Miguel (papá de Martina): «Perdonad que interrumpa. ¿Alguien sabe si el autocar de la excursión de mañana tiene cinturones de seguridad de cinco anclajes? Es que he leído un artículo…»

Ana (mamá de Lucas y Sofía – mi mujer, que acababa de conectarse desde el baño): «Roberto, ¿quieres dejar el móvil y sacar al perro de una puta vez?»

Me sentí como un soldado descubierto en la trinchera enemiga. Mi mujer había entrado en el chat. Era el fin. Su pragmatismo era el arma definitiva contra la gilipollez.

Pero la locura ya era imparable. De repente, el icono del grupo cambió. Alguien, en un acto de rebelión sin precedentes, había sustituido la foto de la clase (una imagen bucólica de los niños disfrazados de árboles en la fiesta de la primavera) por un meme de un mono con una metralleta. El autor del atentado: «Javi (papá de Izan)».

¡El marido de la administradora! ¡Un quintacolumnista! ¡Un traidor infiltrado en el corazón del régimen!

Sandra (mamá de Izan): «JAVIER, ¿SE PUEDE SABER QUÉ HACES?»

Javi (papá de Izan): «Era una broma, cariño. Para destensar el ambiente».

Sandra (mamá de Izan): «AHORA MISMO TE QUITO EL ACCESO A NETFLIX. Y ESTA NOCHE DUERMES EN EL SOFÁ».

El motín había llegado a las más altas esferas del poder. La crisis institucional era total. Y yo, mientras ataba la correa a mi perro, que me miraba con cara de «¿de verdad que tu especie es la dominante en este planeta?», no podía dejar de pensar en mi pregunta original. La del chándal. Una pregunta que, a esas alturas, se había perdido en el abismo de 278 mensajes sobre cromos, cremas, censura y crisis matrimoniales.

Salí a la calle. El aire fresco de la mañana me golpeó en la cara. El mundo parecía un lugar tranquilo, ordenado. La gente paseaba, los coches circulaban. Nada hacía presagiar la guerra sin cuartel que se estaba librando en los bolsillos de la mitad del vecindario. Y entonces, mi móvil vibró una vez más. Era un mensaje privado.

Era de Begoña, la tutora.

Begoña (tutora de 2ºB): «Roberto, acabo de ver tu pregunta. Hoy tocaba uniforme. Y por favor, por lo que más quieras, diles a los del grupo que dejen de enviarme correos con copia al inspector de educación. Es por un cromo. Un puto cromo de Pikachu».

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