El Motín del Grupo de Padres (o cómo un cromo de Pikachu casi desata la Tercera Guerra Mundial)

Relato satírico sobre la locura de un grupo de WhatsApp de padres del colegio.

El mensaje de Begoña fue como un faro de cordura en medio de un océano de locura. Una voz adulta en un patio de recreo digital. Le contesté con un emoji de una cara derritiéndose, el único símbolo que podía expresar mi estado anímico, y guardé el teléfono en el bolsillo. Dejé a Sofía en la puerta del colegio, prometiéndole que a la salida hablaríamos de cosas importantes, como qué tipo de dinosaurio ganaría en una pelea contra un tiburón, y no de uniformes o cromos.

Durante el resto de la mañana, intenté trabajar. Me dediqué a mis excels, a mis informes, a esa rutina gris que conformaba mi vida profesional. Pero fue inútil. El móvil, a pesar de estar en silencio, vibraba en mi bolsillo con la insistencia de un colibrí epiléptico. El grupo de 2ºB era un agujero negro que absorbía mi fuerza de voluntad.

A mediodía, no pude más. Tenía que mirar. Era como rascarse una picadura de mosquito: sabes que no debes, pero el placer masoquista es demasiado fuerte. Abrí el chat. Y lo que vi superaba cualquier expectativa.

El motín había triunfado. Sandra (mamá de Izan) había sido derrocada. En un giro de los acontecimientos digno de una república bananera, David (papá de Enzo), aprovechando la crisis interna provocada por la traición de su marido, había creado un grupo paralelo: «Padres 2ºB POR LA LIBERTAD». Y había empezado a trasvasar «disidentes» del grupo original. La escisión era un hecho.

El grupo original, el de Sandra, era un páramo. Un cementerio digital donde solo quedaban sus fieles, Eva (mamá de Unax y Laia) y cuatro padres silenciosos que probablemente aún no se habían enterado de la revolución. Sandra había publicado un último comunicado, un bando solemne lleno de mayúsculas y frases como «TRAICIÓN» y «ESTO NO QUEDARÁ ASÍ». Luego, silencio.

El nuevo grupo, el de David, era una fiesta anárquica. Memes, chistes, fotos de desayunos… Era el salvaje oeste. Laura (mamá de Chloe y Dylan) había aprovechado el vacío de poder para colgar su catálogo de Herbalife, esta vez con un 15% de descuento «para celebrar la democracia». Era el caos. Pero, por encima de todo, era inútil. Nadie hablaba de los niños.

Y entonces, a las 14:32, llegó el mensaje que lo cambiaría todo. No vino de un padre. No vino de una madre. Vino de un número desconocido que acababa de ser añadido a ambos grupos.

Número Desconocido: «Buenas tardes. Soy Begoña, la tutora de vuestros hijos. En vista de los acontecimientos de esta mañana, y tras consultar con la dirección del centro, me veo en la obligación de tomar una medida drástica. A partir de hoy, este será el único canal de comunicación oficial entre el colegio y las familias. Se disuelven todos los demás grupos. Las normas son sencillas: solo se publicarán comunicados de la tutora. No se podrá responder. No se podrá interactuar. El que lo haga, será expulsado y deberá comunicarse con el centro a través de señales de humo o burofax. ¿Ha quedado claro?».

Y a continuación, Begoña se nombró a sí misma administradora única de ambos grupos, cambió el nombre de los dos a «COMUNICADOS OFICIALES 2ºB» y modificó los ajustes para que solo los administradores pudieran enviar mensajes.

El silencio.

Un silencio digital absoluto, denso, casi palpable. Cientos de padres y madres, a lo largo y ancho de la ciudad, miraban sus teléfonos, atónitos. Les habían quitado su juguete. Les habían despojado de su campo de batalla. Begoña, una maestra de primaria con un sueldo modesto y una paciencia infinita, había dado un golpe de estado y había impuesto una ley marcial con más eficacia que cualquier dictador.

El día terminó. Recogí a Sofía del colegio. Me habló de dinosaurios y de tiburones. No mencionó ni una sola vez el uniforme. Le pregunté por Enzo y Hugo. «Ah, sí», dijo, como si hablara de algo sin importancia. «Se han cambiado los cromos otra vez. Ahora Enzo tiene a Charmander y Hugo a Pikachu. Y se han hecho súper amigos».

Por la noche, mientras cenábamos, mi móvil vibró. Una sola vez. Abrí el chat del grupo. Era un mensaje de Begoña.

Begoña (tutora de 2ºB): «Recordatorio: mañana toca Educación Física. Por favor, que los niños y niñas traigan el chándal. Gracias».

Y ya está.

No hubo más mensajes. No hubo discusiones, ni reproches, ni catálogos de Herbalife. Solo información. Pura y simple. La guerra había terminado.

Miré a mi mujer, que leía un libro en el sofá. Levantó la vista y me sonrió.
«¿Qué tal el grupo?», preguntó con ironía.
«En paz», contesté. «Por fin, en paz».

Y en ese momento, comprendí la profunda verdad de todo aquel disparate. El problema no eran los cromos, ni los chándales, ni siquiera los tuppers. El problema éramos nosotros. Los adultos. Los que habíamos olvidado que lo más importante no era tener razón, sino cuidar de nuestros hijos. Y a veces, para recordárnoslo, hace falta que llegue alguien y, simplemente, nos silencie.

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