La Invasión del Folleto Escolar (o cómo sobrevivir a la lista de materiales más absurda de la historia)

Relato satírico de unos padres agobiados por una lista de material escolar absurda.

El sábado por la mañana nos encontró en el séptimo círculo del infierno, también conocido como la sección de papelería de una gran superficie en plena campaña de vuelta al cole. El aire estaba cargado de una electricidad estática hecha de pánico parental y llantos infantiles. Era un campo de batalla. Padres armados con listas plastificadas y miradas de depredador luchaban por el último bloc de recambios, mientras sus hijos, abrumados por el exceso de estímulos, yacían en el suelo en una huelga de brazos caídos o intentaban construir una fortaleza con paquetes de folios.

Sandra, con su “Guía Holística” en la mano como si fuera un mapa para salir de una isla maldita, dirigía la operación con una determinación marcial. Yo empujaba el carro, un monstruo de metal que ya empezaba a llenarse de objetos cuyo propósito vital se me escapaba.

“Vale, Javier, necesito que encuentres el pasillo de los cuadernos de ‘tapa flexible no opresora’”, me ordenó. “Yo voy a por la ‘paleta cromática no jerárquica’”.

Me adentré en el pasillo 7, el pasillo de los cuadernos. Aquello era una trampa mortal. Había cuadernos de tapa dura, de tapa blanda, con espiral, sin espiral, con margen, sin margen, con cuadrículas de 4mm, de 5mm, de 8mm… Era una conspiración de la industria papelera para provocarte un aneurisma. Busqué el “verde aguacate emocional”. Había verde botella, verde lima, verde césped, verde moco y un sospechoso verde que solo podía describirse como “el color de la desesperación”. Ni rastro del aguacate. Vi a otra pareja, con la misma lista en la mano, discutiendo acaloradamente. “¡Te digo que este es el aguacate emocional, Marisa!”. “¡Que no, Carlos, este es el aguacate de Hacendado, el emocional tiene que ser más… empático!”. Decidí rendirme y volver con Sandra.

La encontré en el pasillo de los lápices, al borde de un ataque de nervios.
“No los tienen”, me dijo, con la voz rota.
“¿El qué, cariño?”.
“¡Los lápices ‘tonos piel del mundo’! ¡No los tienen!”.

Miré la estantería. Había cajas de 12, de 24, de 48 colores. Colores que yo ni siquiera sabía que existían.
“Pero si aquí hay de todo”, le dije, ingenuamente. “Hay marrón, marrón claro, beige, rosa pálido…”.
Sandra me fulminó con la mirada. “¡No es lo mismo, Javier! La señorita Elvira dijo que era fundamental para que los niños comprendan la diversidad. ¡Si le compro estos, Leo va a crecer pensando que la humanidad se divide en cinco tonos de marrón y un rosa cerdo! ¡Será un excluyente cromático!”.

Justo en ese momento, un dependiente, un chaval con acné y una camiseta que ponía “¿Necesitas ayuda?”, se acercó arrastrando los pies.
“Esos se agotaron la primera semana”, dijo con la desgana de quien ha repetido la misma frase doscientas veces. “La gente se los lleva para pintar muñecos de Warhammer. Dicen que van genial para darle matices a la piel de los orcos”.

Mientras Sandra asimilaba el golpe, nuestro hijo Leo decidió que era el momento perfecto para tener su crisis existencial del día. Había localizado el pasillo de las mochilas.
“¡Papá, papá! ¡Esta! ¡Quiero esta!”, gritó, señalando una mochila negra con la imagen de un zombi con los sesos al aire y el logo de “Zombie Apocalypse V”, su videojuego favorito.

Sandra se giró. “Leo, cariño, ya hemos hablado de esto. El colegio recomienda una mochila ergonómica, sin iconografía violenta y, a poder ser, de un color que no incite a la desolación”.
“¡Pero esta mola! ¡Tiene un bolsillo para guardar la cantimplora de sangre!”, replicó Leo, ajeno al drama.

Intenté mediar. “Leo, en el colegio no se bebe sangre. Como mucho, zumo de piña”.
Pero mi hijo no me escuchaba. Estaba intentando abrir un cuaderno de los que ya habíamos cogido. Lo tocaba, lo deslizaba con el dedo, lo golpeaba suavemente.
“Papá”, dijo con una genuina confusión en la cara. “Esto no es táctil. Está roto. ¿Cómo se hace zoom para ver la letra más grande?”.

Sentí una punzada de tristeza generacional. Mi hijo, un nativo digital puro, consideraba un objeto analógico como un dispositivo averiado. Para él, un libro que no respondía al tacto era, simplemente, inútil.

Y entonces, cuando creía que la mañana no podía volverse más surrealista, apareció él. Un hombre de unos cuarenta y tantos, que empujaba un carrito con un solo niño dentro, el cual iba embutido en un casco de bicicleta a pesar de estar en un espacio cerrado y climatizado. El hombre, al que a partir de entonces bautizaríamos como “El Padre del Casco”, oyó la conversación sobre la mochila y se acercó a nosotros con la parsimonia de un predicador.

“Disculpen que me entrometa”, dijo, con una voz suave y una sonrisa que no llegaba a sus ojos. “He oído que el pequeño quería la mochila con los… no-muertos. Como miembro activo de la comisión de ‘Convivencia y Espacios Emocionales Seguros’ del AMPA, solo quería recordarles que el colegio desaconseja el uso de iconografía que pueda generar ansiedad o fomentar masculinidades tóxicas en el entorno lúdico-educativo. Lo digo por el bienestar de todos”.

Me quedé mirándolo. Tenía el casco puesto. Dentro del supermercado. No supe qué decir. Estaba a punto de preguntarle si también llevaba ruedines en los zapatos, pero Sandra, que tiene un sexto sentido para evitar que me detengan por desacato a la estupidez, me agarró con fuerza del brazo. Su mano era una advertencia. Una promesa de que, si abría la boca, dormiría en el sofá hasta Navidad.

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