La Invasión del Folleto Escolar (o cómo sobrevivir a la lista de materiales más absurda de la historia)

Relato satírico de unos padres agobiados por una lista de material escolar absurda.

Salimos de aquella catedral del consumismo sintiéndonos sucios, derrotados y con 300 euros menos en la cuenta corriente. El carro estaba lleno, pero la lista seguía incompleta. Faltaban los objetos sagrados, los artefactos legendarios que la gran superficie, en su vulgaridad, no era capaz de proveer: el cuaderno verde aguacate emocional, el diario de sentires con tapas de corcho y, por supuesto, el material «desaconsejado» que, ahora, se había convertido en una cuestión de honor. Faltaban las tijeras que cortaban y el compás que pinchaba.

“Vamos a ver a Pepi”, sentenció Sandra, con la determinación de un general que reagrupa a sus tropas tras una masacre.

«Papelería Pepi» no era una tienda. Era una cápsula del tiempo. Un pequeño local encajonado entre una casa de apuestas y una tienda de vapeo, regentado por una señora de ochenta años que llevaba allí desde que los mapas políticos de las enciclopedias todavía incluían a la URSS. El aire olía a papel viejo, a tinta y a sentido común. Pepi, con sus gafas de culo de vaso y su moño de acero, era el último bastión de la resistencia contra la pedagogía moderna.

Le entregamos la lista como si fuera un manuscrito antiguo. Pepi se la ajustó en la punta de la nariz y empezó a leerla, emitiendo pequeños resoplidos de desdén.
“¡Ay, la Elvira!”, exclamó, refiriéndose a la tutora de Leo. “Cada año se inventa una palabra nueva. El año pasado fue la ‘psicomotricidad sinérgica’, y ahora el ‘verde aguacate emocional’. ¡Esto es el verde de toda la vida, coño! ¡El verde que no es ni muy oscuro ni muy claro!”.

Y como por arte de magia, se adentró en la penumbra de su trastienda y volvió con un fajo de cuadernos. Eran del color exacto. No el verde Mercadona, ni el verde pitufo. Era el verde. Punto.
“La Elvira es muy suya para los colores”, continuó Pepi, mientras nos envolvía los cuadernos. “Pero es buena maestra. Aunque un poco… moderna”.

Pepi era un oasis. Tenía los lápices de colores normales, sin pedigrí cromático. Tenía el diario de sentires, aunque ella lo llamaba “un cuaderno para que el crío dibuje sus chorradas”. Era la proveedora oficial de la cordura.

Entonces, Sandra, con la voz baja de quien va a preguntar por material de contrabando, se atrevió.
“Pepi… ¿tendrías por casualidad… tijeras de las de punta? ¿Y compases de los que pinchan?”.

Pepi dejó de envolver. Nos miró por encima de las gafas. Una media sonrisa, cargada de sabiduría y picardía, se dibujó en su cara. Se inclinó sobre el mostrador, como si fuera a contarnos un secreto de Estado.
“La Elvira y sus inventos…”, susurró. “Las tijeras de punta redonda no cortan ni el papel de fumar. El niño se frustra, se enfada y se acaba comiendo el pegamento en barra. Lo he visto. Para aprender a usar algo con cuidado, primero tienes que saber que, si haces el tonto, te puedes hacer daño. Es la primera lección de la vida”.

Miró a ambos lados de la tienda vacía, como si temiera que el Ministerio de Educación hubiera puesto micrófonos en las gomas de borrar. Luego, se agachó y, de debajo del mostrador, sacó una caja de cartón polvorienta. La abrió. Dentro, relucientes, había un arsenal de tijeras con punta de acero y compases metálicos que parecían instrumentos de precisión.
“De los de verdad”, sentenció. “De los que, si te portas bien, te duran hasta la universidad. Y si te portas mal, te dejan una pequeña cicatriz que te recuerda que no eres de goma. Coged los que queráis”.

Sandra estaba a punto de llorar de la emoción. Era como encontrar el mercado negro de la lógica. Estábamos eligiendo un compás, sintiéndonos como dos rebeldes comprando armas para derrocar al imperio, cuando la campanilla de la puerta sonó.

Nos giramos. Era él. “El Padre del Casco”. Entró en la tienda, todavía con el casco de la bicicleta puesto, y una expresión de triunfo en el rostro.
“¡Lo sabía!”, exclamó, señalando el compás que yo sostenía en mi mano.

Pepi le miró sin inmutarse. “¿Sabía usted que tenemos una oferta en bolígrafos de cuatro colores, caballero?”.
Pero él la ignoró. Nos miraba a nosotros. A las armas de destrucción masiva que teníamos sobre el mostrador.
“¡Tijeras con punta! ¡Lo sabía! ¡Material de riesgo no sancionado!”, dijo, con una voz temblorosa de indignación. Sacó su móvil con una velocidad pasmosa. “La circular del AMPA es muy clara al respecto. Esto atenta contra el ‘ecosistema de bienestar’ del alumnado. Voy a tener que informar de la presencia de estos… artefactos… en un entorno cercano al ámbito escolar”.

Estaba a punto de hacer una foto. A las tijeras. A nosotros. A Pepi. Iba a delatarnos. Iba a denunciar a la última proveedora de sentido común de la ciudad por vender herramientas que, simplemente, funcionaban. El mundo, definitivamente, se había vuelto loco.

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