La Invasión del Folleto Escolar (o cómo sobrevivir a la lista de materiales más absurda de la historia)

Relato satírico de unos padres agobiados por una lista de material escolar absurda.

Justo cuando «El Padre del Casco» iba a inmortalizar nuestra transacción clandestina con su teléfono, Pepi, la dueña de la papelería, se movió con la velocidad de una cobra octogenaria. Se irguió, se ajustó las gafas en la punta de la nariz y le espetó con una voz que podría haber detenido un tanque.

“Mire, caballero”, dijo, señalándole con un lápiz afilado. “Yo le vendí el compás con el que su padre, probablemente, aprendió a hacer la O con un canuto. Y aquí está usted, sanote. Un poco nervioso, pero sanote. Así que, o se lleva usted un bloc de dibujo para relajarse, o me hace el favor de dejar de dar la matraca, que tengo trabajo”.

El hombre se quedó petrificado. La autoridad de Pepi, forjada en décadas de tratar con niños, padres y proveedores, era inquebrantable. Balbuceó algo sobre «protocolos» y «seguridad emocional», pero su voz se fue apagando. Finalmente, humillado por una anciana armada con un lápiz, dio media vuelta y salió de la tienda. Pepi nos guiñó un ojo. “Hay gente que tiene demasiado tiempo libre”, sentenció.

Compramos el material prohibido, sintiéndonos como miembros de la Resistencia francesa. Salimos de la tienda y respiramos el aire de la calle, que de repente olía a libertad y a victoria. Habíamos ganado. Le habíamos ganado una pequeña batalla al absurdo.

La noche, sin embargo, nos devolvió a la cruda realidad. El ritual sagrado de forrar los libros. Una actividad diseñada por alguna deidad cruel para poner a prueba los cimientos de cualquier matrimonio. El plástico adhesivo, esa invención del demonio, se pegaba a sí mismo, a la mesa, a tus dedos, a todo excepto al puto libro. Las burbujas de aire aparecían de la nada, como fantasmas, imposibles de alisar. Y, por supuesto, en un momento de despiste, escribí «Leo García – 5ºB» con rotulador permanente en el libro de Carla. La bronca de Sandra fue silenciosa pero terrible.

Mientras forrábamos, Javier cogió el nuevo libro de Historia de Leo, el de «Perspectivas Narrativas del Devenir Peninsular». Lo ojeó con curiosidad. Luego, fue a la estantería y sacó su viejo libro de EGB, un tocho con las esquinas gastadas que olía a nostalgia. Empezó a comparar. Su cara era un poema.

“Sandra, tienes que ver esto”, me dijo. “En mi libro, la Reconquista ocupa doce páginas. Con sus fechas, sus reyes, sus batallas. ¿Sabes cómo la describen en el libro de Leo?”. Abrió el libro nuevo y leyó: “Un prolongado proceso de diálogo intercultural con ocasionales reajustes territoriales”. Me quedé en silencio. “¡Reajustes territoriales!”, exclamó Javier, indignado. “¡Llaman ‘reajuste territorial’ a la batalla de las Navas de Tolosa! ¡Y no hay ni una sola fecha en todo el capítulo! ¡Ni una!”.

Era desolador. No solo les estaban vendiendo a nuestros hijos herramientas que no funcionaban, sino que también les estaban vendiendo una historia descafeinada, un pasado sin huesos, sin sangre, sin verdad. Un pasado tan inofensivo y aséptico como una tijera de punta redonda.

A la una de la madrugada, exhaustos, terminamos. La mesa del salón parecía el taller de un artesano loco. Libros forrados, material etiquetado, restos de plástico por todas partes. Nos desplomamos en el sofá. Habíamos sobrevivido.

Sandra cogió la tablet de Leo para poner la alarma del día siguiente. Vio una notificación. El grupo de WhatsApp de 2ºB, el de Carla, ya estaba activo. Abrió el mensaje. Era un vídeo.

En la pantalla, apareció la cara sonriente de la señorita Elvira, la tutora.
“¡Hola, familias! ¡Bienvenidos a este nuevo y emocionante curso!”, decía con un entusiasmo un poco forzado. “Este año tenemos una novedad increíble. Quiero presentaros a mi nuevo ayudante de clase… ¡EduBot 3.0!”.

La cámara giró y enfocó un pequeño robot holográfico que flotaba al lado de la mesa de la profesora. Tenía forma de bombilla con ojos grandes y parpadeantes.
“EduBot 3.0”, continuó Elvira, “personalizará el itinerario emocional de cada alumno, adaptará los contenidos para evitar cualquier disrupción cognitiva y garantizará en todo momento un espacio de aprendizaje emocionalmente seguro”.

El vídeo terminó con el pequeño holograma hablando con una voz metálica y sin alma.
“Recordatorio: las tijeras de punta están desaconsejadas por el algoritmo de seguridad. Un día de aprendizaje feliz es un día de aprendizaje sin riesgos. Sonrían, por favor”.

Sandra y yo nos quedamos mirando la pantalla en silencio. Toda nuestra odisea, nuestra lucha por el cuaderno verde aguacate, nuestra victoria en la papelería de Pepi, nuestra batalla contra el forro adhesivo… todo había sido inútil. El nuevo profesor de nuestros hijos no era Elvira, ni nosotros. Era un algoritmo. Un programa diseñado para crear niños seguros, felices y perfectamente incapaces de enfrentarse a un mundo que, por desgracia, está lleno de puntas afiladas.

Javier se levantó. Cogió el carísimo compás de iridio de la mesa, esa reliquia por la que habíamos pagado una pequeña fortuna. Lo abrió. Y con una calma solemne, se dedicó a pinchar, una por una, todas las burbujas de aire que habían quedado en el forro del libro de «Perspectivas Narrativas del Devenir Peninsular». El sonido, un pequeño y satisfactorio «pop», era el único acto de rebelión que nos quedaba.

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