La mañana siguiente nos encontró en la puerta del colegio, ese campo de minas emocional donde los padres se despiden de sus hijos con una sonrisa forzada que apenas oculta el pánico existencial. El aire olía a colonia infantil y a café de termo. Leo y Carla, armados con sus mochilas (la de zombis, por supuesto; habíamos decidido que esa era una batalla que no merecía la pena librar), se perdieron en la marabunta de niños.
Sandra y yo nos quedamos un momento, observando. Era nuestro primer contacto con el «nuevo curso consciente y sostenible». Y no decepcionó. En la entrada, en lugar del clásico cartel de «Bienvenidos», había un mural gigante con el lema: «Construyendo nuestro Espacio Seguro: hoy aprendemos a deconstruir la competitividad». Al lado, un «semáforo de emociones» invitaba a los niños a colocar una pinza con su nombre en el color que representara su estado de ánimo: verde para «abierto al diálogo», ámbar para «necesito mi espacio de transición» y rojo para «hoy mi narrativa es compleja». La mayoría de las pinzas, por supuesto, estaban en el suelo.
Nos cruzamos con «El Padre del Casco». Nos miró con la superioridad de quien ha ganado una batalla moral. «Buenos días», dijo, ajustándose el casco. «Espero que hayáis reflexionado sobre el material de riesgo. Hoy, en la primera hora, tienen un taller sobre ‘El Lápiz como Herramienta de Expresión y no de Agresión’. Apasionante».
Sandra murmuró algo que sonó como «me cago en su ecosistema de bienestar».
La verdadera revelación, sin embargo, llegó por la tarde, cuando recogimos a los niños. Carla venía exultante.
«¡Mami, mami! ¡Hoy no hemos hecho sumas!», anunció con orgullo.
«¿Ah, no, cariño? ¿Y qué habéis hecho en Matemáticas?», preguntó Sandra con una paciencia infinita.
«¡Hemos hecho un diálogo con los números! La seño nos ha dicho que no hay que ‘imponerles’ un resultado, sino ‘llegar a un consenso’ con ellos. Yo he consensuado con el número dos y el número dos que juntos se sentían como un cinco. ¡Y la seño me ha dicho que mi verdad matemática es válida!».
Sentí cómo a Sandra se le escapaba un pequeño hilo de vida por la boca. «¿Tu… verdad… matemática?», repitió, como si estuviera aprendiendo un nuevo idioma.
Pero lo de Leo fue aún mejor. Venía con el ceño fruncido.
«¿Qué tal la clase de ‘Perspectivas Narrativas del Devenir Peninsular’, campeón?», le pregunté con toda la ironía que pude.
«Un rollo, papá», contestó. «No hemos hablado de batallas ni de reyes. La señorita Elvira nos ha dicho que la Historia no son ‘hechos’, sino ‘relatos’, y que todos los relatos son igual de válidos».
«¿Todos?», pregunté, temiéndome la respuesta.
«Sí. Nos ha dicho que la teoría de que el Imperio Romano fue en realidad una cooperativa de aceite de oliva gestionada por delfines es ‘una narrativa alternativa que debemos respetar'».
Me quedé en silencio. Estábamos pagando 95 euros por un libro de texto que defendía la posibilidad de un César delfín.
La puntilla llegó en casa. Mientras Carla intentaba «consensuar» con su plato de brócoli que se sentía como una pizza, Leo nos enseñó su primera tarea del «diario de sentires». La página estaba dividida en dos. Arriba, había dibujado una carita sonriente. Debajo, una triste. Y al lado de cada una, tenía que escribir por qué se sentía así.
Al lado de la carita sonriente, había escrito: «Me siento feliz porque he subido de nivel en ‘Zombie Apocalypse V'».
Al lado de la carita triste, ponía: «Me siento triste porque el libro de Historia no tiene dibujos de espadas y además no es táctil».
Era perfecto. Era el resumen de todo. Estábamos enviando a nuestros hijos a un carísimo laboratorio de ingeniería social diseñado para crear adultos perfectamente inútiles: incapaces de cortar en línea recta, convencidos de que dos más dos pueden ser cinco si lo sienten de verdad, y ofendidos por un libro que no responde al tacto.
Esa noche, mientras los niños dormían, Sandra y yo nos sentamos en el salón. No hablamos. Simplemente, abrimos una botella de vino. Bebimos en silencio, en un brindis mudo. No brindábamos por el nuevo curso, ni por nuestros hijos. Brindábamos por Pepi, la de la papelería. La última guerrillera. El último bastión de un mundo donde las tijeras cortaban, los números sumaban lo que tenían que sumar y los compases servían para hacer círculos, no para abrir un debate sobre la ansiedad unívoca. Y por primera vez en mucho tiempo, sentimos un profundo y desolador miedo. Porque sabíamos que la resistencia, la de verdad, estaba condenada a extinguirse.