El Último Superviviente de la Operación Salida

Relato satírico sobre un jubilado atrapado en el atasco de la Operación Salida.

La guerra no se declaró con cañonazos, sino con pequeños gestos de hostilidad milimétrica. El conductor del Land Rover, al que Agustín bautizó mentalmente como «El Acorazado Pijo», se pegó a su parachoques trasero con una precisión que habría sido admirable en un cirujano, pero que en un atasco en la A-3 era una simple declaración de intenciones. Era la versión automovilística de una meada para marcar territorio. Agustín, en respuesta, ajustó su retrovisor interior no para ver la carretera, sino para poder mirarle directamente a los ojos, un duelo silencioso y estéril en mitad del apocalipsis de asfalto. Había comenzado la Batalla del Metro Cuadrado.

Sin nada mejor que hacer que sudar y ver cómo el sol convertía el salpicadero de su Panda en una parrilla, Agustín decidió poner en práctica el hobby que había perfeccionado durante décadas de esperas: la catalogación de la fauna humana. El atasco no era una desgracia, era un safari. Y él, desde su puesto de observación con ventanillas manuales, era Félix Rodríguez de la Fuente.

A su izquierda, a apenas un metro de distancia, tenía un ejemplar magnífico de lo que él denominaba la «Familia Numerosa S.L.». Viajaban en una furgoneta Citroën Berlingo que parecía haber sido decorada por una banda de vándalos con un cargamento de galletas Príncipe. En los asientos traseros, tres niños de edades indeterminadas, untados en lo que parecía ser una mezcla de Nocilla y arena de playa, libraban una guerra civil a pequeña escala. Uno le tiraba un trozo de gusanito a otro, que respondía con un manotazo que hacía vibrar el vehículo. El padre, al volante, tenía la mirada perdida de un veterano de Vietnam recordando el horror de la batalla. La madre, en el asiento del copiloto, miraba su móvil con una concentración absoluta, como si estuviera desactivando una bomba, totalmente ajena al motín que se estaba produciendo a sus espaldas.

Un poco más adelante, en el carril central, estaba el «Templo del Tuning». Un SEAT León de color verde fosforito, con un alerón trasero tan grande que probablemente afectaba a las mareas. Las lunas estaban tintadas de un negro tan profundo que era imposible ver quién conducía, pero no hacía falta. De su interior emanaba un «pum-pum-pum» rítmico y machacón, una base de reguetón que hacía vibrar los empastes de Agustín y convertía el asfalto en una discoteca al aire libre. El conductor, al que Agustín imaginaba como un joven de gorra plana y profundas inquietudes filosóficas, de vez en cuando le daba pequeños acelerones al coche en punto muerto, un rugido inútil que era su forma de decirle al universo: «¡Sigo aquí, y estoy muy enfadado!».

La antítesis a este despliegue de testosterona se encontraba a su derecha. Un coche eléctrico, silencioso y con una aerodinámica que parecía diseñada por un delfín. Dentro, la pareja que Agustín clasificó como «Los Iluminados del Yoga». Un hombre y una mujer de unos cuarenta años, vestidos con ropa de lino de colores neutros, que habían decidido que el atasco era una oportunidad para el crecimiento personal. El hombre había salido del coche y, en el poco espacio que le dejaba el arcén, realizaba una serie de estiramientos que a Agustín le parecieron anatómicamente imposibles. La mujer, mientras tanto, sorbía de una botella de metal lo que, sin duda, era un té matcha con leche de avena y una pizca de superioridad moral. Miraban al resto de los mortales atrapados en sus jaulas de combustión con una mezcla de pena y condescendencia.

Agustín sonrió. Eran siempre los mismos. Llevaba cincuenta años viendo a las mismas tribus atrapadas en el mismo atasco, solo que con coches y peinados diferentes. La tecnología avanzaba, la sociedad cambiaba, pero la estupidez humana, esa sí que era un recurso renovable.

El tiempo se arrastraba con la misma velocidad que la cola de coches. Diez minutos. Veinte. Media hora. El sol empezaba a perder fuerza, pero el calor, rebotando en el asfalto y en los techos de los coches, era cada vez más sofocante. Agustín se abanicaba con un mapa de carreteras de 1992 que guardaba en la guantera. El sudor le empapaba la camisa. Rocinante, sin el alivio del aire en movimiento, empezaba a oler a taller mecánico y a desesperación.

De repente, un murmullo de esperanza recorrió la autovía. El carril de la derecha, el que siempre parecía estar maldito, avanzó. No mucho. Apenas tres metros. Un espejismo. Pero fue suficiente para desatar el caos. «El Acorazado Pijo», que hasta ese momento había mantenido su posición de matón detrás de él, vio el hueco. Su instinto depredador se activó. Giró bruscamente el volante, con la intención de colarse en el carril derecho, justo por delante de Agustín.

Pero Agustín era un perro viejo. Había librado esa batalla mil veces. En una fracción de segundo, y con un movimiento que habría enorgullecido a un piloto de rally, giró la llave, el Panda arrancó con un rugido asmático y pisó el acelerador lo justo para avanzar esos tres metros y cerrar el hueco. El Land Rover tuvo que frenar en seco, quedándose a medio camino entre los dos carriles, como un barco encallado.

El conductor del Acorazado bajó su ventanilla eléctrica con un zumbido suave. Se quitó las gafas de sol. Sus ojos eran pequeños y furiosos. No dijo nada. Simplemente, le miró. Agustín, desde la trinchera de su Panda, le devolvió la mirada, con una calma granítica. No hubo cláxones. No hubo insultos. Fue un duelo de pura voluntad. Un western en mitad de la A-3.

El atasco volvió a pararse. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Y entonces, justo cuando parecía que el conductor del Land Rover iba a bajarse del coche para resolver sus diferencias a la antigua usanza, una voz infantil, aguda y cargada de una sinceridad brutal, rompió el silencio.

Salió de la ventanilla trasera de la «Familia Numerosa S.L.».

«¿Falta mucho?».

El sonido de la pregunta retumbó en el aire quieto y pesado. Todos los que estaban cerca se giraron hacia la furgoneta. Y entonces, desde el asiento del copiloto, la madre, que hasta ese momento había estado absorta en su móvil, levantó la cabeza. Su rostro era una máscara de agotamiento y furia contenida. Giró su cuello lentamente, como el de la niña del exorcista, y lanzó un grito que se oyó hasta en Albacete.

«¡COMO VUELVAS A PREGUNTAR ESO, TE JURO QUE TE DEJO AQUÍ Y VUELVES ANDANDO!».

Un silencio sepulcral cayó sobre un radio de cincuenta metros. Los pájaros dejaron de cantar. El reguetón del «Templo del Tuning» se detuvo. Incluso el «Iluminado del Yoga» se quedó congelado a media postura. La guerra entre Agustín y el Acorazado Pijo había quedado, momentáneamente, en segundo plano. Acababan de presenciar una explosión nuclear. La de la paciencia de una madre en la Operación Salida.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *