El grito de aquella madre fue un punto de inflexión. Un antes y un después en la crónica del atasco. Fue tan puro, tan cargado de una desesperación universal, que rompió la tensión que flotaba en el aire. El primero en reaccionar fue el conductor del «Templo del Tuning». Tras unos segundos de silencio atónito, soltó una carcajada que se oyó por encima del ralentí de su motor. Luego, alguien en otro coche aplaudió. Y de repente, el atasco, ese monstruo anónimo y hostil, se humanizó. La gente empezó a mirarse de un coche a otro, ya no con hostilidad, sino con la camaradería de los que comparten una desgracia.
Habían pasado casi dos horas. El sol, por fin, iniciaba su descenso perezoso hacia el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja polvoriento. Y con la caída del calor más asfixiante, la civilización empezó a desmoronarse para dar paso a algo nuevo, algo inesperado. La gente empezó a salir de los coches.
Primero fueron los fumadores, que abrieron las puertas con la urgencia de quien necesita una dosis de nicotina para no cometer una locura. Luego, los padres de la «Familia Numerosa S.L.», que liberaron a sus fieras en el arcén como si abrieran las puertas de un zoológico. Los niños, aliviados, empezaron a correr y a jugar a la pelota, usando los conos de una obra cercana como porterías improvisadas. El atasco había dejado de ser un atasco para convertirse en el área de recreo más larga y peligrosa del mundo.
Agustín observaba la escena desde su Panda, su pequeño búnker analógico. No se bajó. Él era un observador, no un participante. Veía cómo se formaban corrillos. Extraños que minutos antes se habrían jugado la vida por un metro de asfalto, ahora compartían una botella de agua, un paquete de galletas, una queja. La conversación era siempre la misma.
«¿Se sabe algo?».
«Ni idea. Debe ser algo gordo».
«Yo ya he llamado a mi cuñado para decirle que no llego a cenar».
El conductor del «Templo del Tuning», viendo que tenía público, decidió erigirse en el DJ oficial del apocalipsis. Cambió el reguetón machacón por un recopilatorio de éxitos del verano de los 90. De repente, el «Saturday Night» empezó a sonar a un volumen atronador. Un par de jóvenes de otro coche se animaron y empezaron a bailar en el asfalto. El atasco se había convertido en una verbena.
Incluso su archienemigo, el del «Acorazado Pijo», había depuesto las armas. Se había bajado del coche y ahora paseaba arriba y abajo, hablando por el móvil con un gesto que ya no era de furia, sino de pura y simple desesperación. Agustín pudo oír un fragmento de su conversación. «¡Que no sé cuándo llegaré, cariño! ¡No, no me grites! ¡Bastante tengo con lo que tengo!». Agustín sonrió. En el fondo, hasta los tipos con Land Rover tenían a alguien en casa esperándoles para echarles la bronca.
El atasco se había transformado en una extraña comuna anárquica. Una pequeña sociedad efímera nacida de la desgracia compartida. Se tejían alianzas, se compartían recursos, se creaban vínculos. El «Iluminado del Yoga» ahora le estaba enseñando posturas de relajación a la madre estresada de la furgoneta, mientras el padre vigilaba a los niños y les gritaba que no se acercaran demasiado al quitamiedos.
Y entonces, llegó el rumor.
Llegó a lomos de una moto de gran cilindrada, conducida por un tipo con chupa de cuero que venía zigzagueando en dirección contraria por el arcén. Se paró junto a un grupo de gente y, con la solemnidad de un heraldo medieval, anunció la noticia.
«¡Es un camión de cerdos!», gritó, con un hilo de voz que se extendió de coche en coche como una onda expansiva. «¡Ha volcado a diez kilómetros! ¡Y los cerdos se han escapado! ¡Están todos sueltos por la autovía!».
La noticia fue recibida con una mezcla de incredulidad y fascinación. ¡Cerdos! ¡Una rebelión porcina! El atasco ya no era un simple atasco. Ahora tenía una narrativa. Una causa noble. No estaban parados por un accidente cualquiera, estaban parados por una fuga masiva de animales de granja. De repente, la gente ya no estaba enfadada. Estaba emocionada. Empezaron a sacar los móviles, no para quejarse, sino para buscar noticias.
«¡Aquí sale! ¡En el periódico local! ‘Un camión que transportaba 200 cerdos vuelca en la A-3 y provoca el caos'», leyó en voz alta el DJ del SEAT León, que por un momento había parado la música.
La histeria colectiva se apoderó del personal. La gente se reía, hacía chistes. «¡Pobres cerdos! ¡Por fin son libres!», gritó alguien. «¡Yo voy a por uno para hacerme un jamón!», contestó otro. El atasco se había convertido en una excursión, en un evento. Agustín negaba con la cabeza, sonriendo. Nunca había visto nada igual. Había sobrevivido a nevadas, a accidentes múltiples, a huelgas de transportistas. Pero nunca, jamás, a un motín de cerdos.
Y justo en ese momento, cuando la fiesta en el asfalto estaba en su apogeo, un nuevo sonido se unió a la sinfonía de risas y música de los 90. Un sonido rítmico, pesado, que venía del cielo.
«¡Un helicóptero!», gritó uno de los niños de la furgoneta.
Efectivamente. Un helicóptero verde y blanco de la Guardia Civil apareció en el horizonte y empezó a sobrevolar la zona a muy baja altura. Las aspas levantaban una polvareda que hizo que la gente se tapara la cara. La multitud, lejos de asustarse, empezó a saludar al helicóptero, a hacerle fotos, como si fuera una atracción más del parque temático.
El helicóptero se detuvo justo encima de ellos. Y entonces, de su interior, a través de un megáfono, se oyó una voz metálica, distorsionada por el viento y el ruido de las aspas. Una voz que intentaba sonar autoritaria, pero que solo conseguía sonar a desesperada.
«Atención a todos los conductores. Permanezcan en sus vehículos. Repito, permanezcan en sus vehículos. La situación… se ha complicado».
Hubo un silencio. La gente dejó de saludar. La música se detuvo. Todos miraron hacia el helicóptero, luego hacia delante, hacia el horizonte invisible. Y justo después de que la voz del megáfono se apagara, se oyó un estruendo a lo lejos. Un sonido sordo, metálico. Como algo muy grande siendo arrastrado.