El Último Superviviente de la Operación Salida

Relato satírico sobre un jubilado atrapado en el atasco de la Operación Salida.

El estruendo lejano tuvo el efecto de un pistoletazo de salida en una carrera de caracoles. Nadie sabía qué había sido —probablemente las grúas empezando a mover el amasijo de hierros del camión—, pero el mensaje era claro: algo estaba cambiando. La comuna anárquica del asfalto se disolvió con la misma rapidez con la que se había formado. La gente corrió de vuelta a sus coches, guardando las botellas de agua y las pelotas, despidiéndose de sus vecinos de infortunio con un gesto de cabeza. La tregua había terminado. La guerra por el metro de asfalto estaba a punto de reanudarse.

Agustín observó el proceso desde su Panda. Vio cómo el «Iluminado del Yoga» volvía a su coche eléctrico, cómo el DJ del «Templo del Tuning» subía el volumen de nuevo, cómo la madre de la «Familia Numerosa S.L.» metía a sus hijos en la furgoneta a empujones. La magia se había roto. De nuevo, solo eran extraños atrapados en cajas de metal.

Y entonces, el milagro. El coche de delante, un Renault Clio con una pegatina de un bebé a bordo, avanzó. Un metro. Luego dos. Una ola de esperanza, audible en el rugido simultáneo de cientos de motores arrancando, recorrió la autovía. ¡Se movían!

El avance era agónicamente lento. Una procesión de primera a punta de gas. La guerra de los carriles se reanudó, pero con una diferencia. Ya no había la misma rabia. El enemigo ya no era el de al lado, sino el recuerdo de las últimas cuatro horas. Ahora eran supervivientes, veteranos de la Batalla de los Cerdos Fugitivos. Había un respeto tácito, una especie de código de honor entre los que habían compartido aquella trinchera de asfalto. Incluso el del «Acorazado Pijo», cuando tuvo la oportunidad de cerrarle el paso a Agustín, le cedió la vez con un gesto casi imperceptible de la cabeza. Agustín, sorprendido, le devolvió el saludo. La guerra, su guerra particular, había terminado en un armisticio.

Diez minutos después, llegaron al epicentro del desastre. El camión, un amasijo de hierros retorcidos, ya descansaba en la cuneta. Un par de grúas y varios coches de la Guardia Civil completaban la escena. Pero lo más surrealista era el asfalto. Estaba cubierto de manchas oscuras y, sobre todo, de miles de pequeñas marcas de pezuñas, como si una legión de demonios diminutos hubiera decidido celebrar un zapateado. No había ni rastro de los cerdos. Agustín se los imaginó libres, corriendo por los campos de La Mancha, convertidos en los héroes anónimos de una leyenda que se contaría durante años en las áreas de servicio de la A-3.

Pasado el punto del accidente, el tráfico empezó a fluir. Primero con timidez, luego con una alegría desbocada. Los coches aceleraban, recuperando el tiempo y la dignidad perdida. Agustín pisó el acelerador de Rocinante, que respondió con un traqueteo de alivio. El aire fresco que entraba por la ventanilla era el más dulce que había probado en horas. Pasó al lado del «Acorazado Pijo», cuyo conductor ahora hablaba tranquilamente por el móvil. Pasó al lado de la furgoneta, donde los niños, por fin, dormían como angelitos. Pasó al lado del SEAT León, de cuyo interior ahora salía una balada de Luis Miguel a un volumen sorprendentemente razonable. La paz había vuelto al valle.

Eran casi las nueve de la noche cuando Agustín vio las luces de Valencia en el horizonte. Cuatro horas de retraso. Cuatro horas de su vida consumidas en un limbo de calor, aburrimiento y surrealismo. Entró en la ciudad, navegando por unas calles que le parecían extrañamente silenciosas y ordenadas. Aparcó a Rocinante en la puerta de la casa de su hija. El motor, al apagarse, emitió un último suspiro, como un viejo soldado que por fin llega a casa.

Su yerno, Mateo, le abrió la puerta.
«¡Agustín! ¡Estábamos preocupados! ¿Qué tal el viaje?».

Agustín le miró. Estaba empapado en sudor, le dolía la espalda y olía a una mezcla de tapicería vieja y gasolina. Pero en su cara había una media sonrisa, la de quien ha vivido para contarlo.

«Largo», contestó, mientras entraba en la casa. «He visto cosas que no creeríais, Mateo. He visto a familias romperse y reconciliarse en el arcén. He oído reguetón en mitad del apocalipsis. Y he visto un atasco provocado por un motín de cerdos».

Subió las escaleras hasta la habitación de su nieta, Lucía. La puerta estaba entreabierta. Entró de puntillas. La niña, de siete años, dormía plácidamente, abrazada a un peluche con forma de dinosaurio. El motivo de su viaje, la razón de toda aquella odisea, descansaba en paz. Le dio un beso suave en la frente, con cuidado de no despertarla.

Luego, fue a la habitación de invitados. Se asomó a la ventana. A lo lejos, se adivinaba el brillo oscuro del mar. El aire olía a sal y a ciudad dormida. Y por primera vez en mucho tiempo, Agustín sintió que, a pesar de todo, a pesar del calor, del sudor y de la locura, había merecido la pena.

El año que viene, se juró a sí mismo, saldría a las seis de la mañana.

Aunque, en el fondo de su corazón de estratega, sabía perfectamente que aquello era la mentira más grande que se había contado en todo el día.

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