La guerra comenzó en silencio, sin declaraciones formales, como todas las guerras importantes. Se libró en un campo de batalla de apenas dos metros cuadrados, con armas tan sutiles como letales. El camarero, un chaval joven con cara de estar deseando que acabara la temporada, nos tomó nota. Nosotros, en un acto de resistencia pasiva, pedimos una paella para dos. Un plato magnífico, sí, pero cuya preparación, como yo bien sabía, le llevaría a Manolo al menos cuarenta y cinco minutos. Era una forma de ganar tiempo, de atrincherarnos en nuestra posición sombría a la espera de un movimiento del enemigo. Los Schmidt, por su parte, demostraron su legendaria eficiencia germánica: pidieron cuatro platos de salchichas con patatas fritas. Comida rápida. Rápida de preparar, rápida de comer. Eran tropas de asalto, no un ejército de ocupación. Aquello me puso nervioso.
La primera fase de la contienda fue puramente psicológica. Una guerra fría librada a base de miradas y gestos. Marta, que al principio parecía resignada, se unió a mi causa con una ferocidad inesperada. Cada vez que uno de los Schmidt se movía, sentía el peso de nuestras miradas clavado en su nuca. Ellos, hay que reconocerlo, eran unos profesionales. Nos ignoraban con una maestría que rozaba lo insultante, como si fuéramos parte del mobiliario.
La batalla se trasladó entonces a los pequeños detalles, al control de los recursos compartidos. Sobre la línea invisible que separaba nuestras dos mesas, había un pequeño convoy de suministros: un salero, una vinagrera y un palillero. Helga, la madre alemana, en un movimiento rápido y preciso, extendió el brazo y se apoderó del salero. No lo usó. Simplemente lo colocó en el centro de su mesa, como una bandera clavada en territorio conquistado. Era un rehén. Un símbolo de su dominio.
Yo contraataqué. Vi que la sombra de nuestra sombrilla, convenientemente orientada, podía llegar a rozar el borde de su mesa. Con un movimiento supuestamente accidental de mi pie, empujé la base de la sombrilla unos centímetros. Una pequeña lengua de oscuridad empezó a lamer el codo de Klaus. La victoria fue efímera. Helga, sin ni siquiera mirarme, alargó su pierna y, con la punta de su sandalia, devolvió la base de la sombrilla a su posición original. Lo hizo con una naturalidad que me heló la sangre. Estaba claro que no era una aficionada.
Decidí escalar. Saqué mi paquete de tabaco. No fumo mucho, pero hay momentos que requieren medidas drásticas. Encendí un cigarrillo y, aprovechando la brisa que venía del mar, empecé a dirigir el humo, con sutiles soplidos, hacia su mesa. Era mi artillería. Klaus, que hasta entonces había permanecido impasible, empezó a toser. Una tos seca, teatral, exagerada. Una tos que decía: «Sé lo que estás haciendo, y es una táctica sucia y tercermundista». Sonreí para mis adentros. Había encontrado una grieta en su armadura.
Y entonces, en mitad de esta guerra de trincheras, ocurrió un pequeño milagro. Mis hijos, aburridos de sus pantallas, se levantaron y se fueron hacia la arena. Y los dos niños rubios de los Schmidt, al verlos, les siguieron. Ajena a la tensión que se respiraba en la terraza, la diplomacia infantil empezó a funcionar. A los cinco minutos, los cuatro estaban construyendo juntos un castillo de arena, comunicándose en ese idioma universal de las palas y los cubos. Paula, mi hija mayor, incluso le estaba enseñando a uno de los pequeños a hacer una torre que no se cayera.
Marta y yo nos miramos. Incluso Helga y Klaus dirigieron una breve mirada a la escena. Fue un momento de tregua. Una pequeña «Navidad en las trincheras». Por un instante, fuimos solo dos familias en una playa, viendo a nuestros hijos jugar. La tensión pareció disiparse.
Pero fue solo un espejismo. Porque justo en ese momento, llegó el camarero con nuestra paella. La depositó en el centro de nuestra mesa. El aroma a azafrán, a marisco y a sofrito se extendió por la terraza como una bomba de fragancia. Era un olor glorioso, el olor de la victoria. En un movimiento calculado, que había ensayado mentalmente, coloqué la paellera en el borde de nuestra mesa, lo más cerca posible de la frontera con la Mesa 7. El aroma les golpeó de lleno.
Vi a Klaus, que ya había despachado sus salchichas, mirar de reojo nuestra paella. Vi cómo tragaba saliva. Vi, por primera vez, un atisbo de debilidad en su rostro. Un destello de envidia. Y mientras saboreaba mi pequeña victoria olfativa, me fijé en la sombra del edificio del chiringuito. Avanzaba, lenta pero inexorable, como un ejército silencioso.
Y entonces, lo comprendí. Me di cuenta de mi error estratégico. La batalla no era por el control de la mesa. Era por el control del tiempo. En apenas media hora, quizá menos, la sombra del tejado alcanzaría la Mesa 7 y la sumiría en la misma oscuridad fría en la que estábamos nosotros. El sol, su mayor aliado, estaba a punto de traicionarles. Mi objetivo ya no era conquistar la mesa. Era lograr que la abandonaran antes de que el sol lo hiciera por sí mismo. La guerra entraba en una nueva fase. Una carrera contrarreloj.