La Batalla por el Último Rayo de Sol (Crónica de una Guerra Absurda en un Chiringuito de Playa)

Relato satírico sobre dos familias peleando por la última mesa al sol en un chiringuito de playa.

La revelación cambió por completo mi estrategia. Ya no se trataba de una guerra de desgaste, sino de una ofensiva relámpago. Tenía, calculé, unos treinta minutos para hacer su estancia en el paraíso solar tan insufrible que decidieran abandonarlo antes de que la naturaleza lo hiciera irrelevante. Miré a Marta. Ella también lo había entendido. Sus ojos me devolvieron una mirada que mezclaba desprecio por mi infantilismo y una innegable complicidad de guerrillera. Estaba conmigo. La Operación «Echar al Alemán» había comenzado.

Empezamos sirviendo la paella. Lo hice con una teatralidad deliberada, levantando los cucharones, describiendo en voz alta la perfección del punto del arroz, el frescor de las gambas. «¡Qué maravilla, Marta! ¡Manolo se ha superado! ¡Esto al sol sabe a gloria bendita!», exclamé, asegurándome de que cada palabra llegara con la claridad de un dardo a la mesa contigua. Klaus carraspeó y empezó a hablar con su mujer en un alemán que sonaba sospechosamente gutural y enfadado.

Pero el aroma no era suficiente. Necesitaba escalar el nivel de hostilidad. Saqué mi teléfono, mi arma de distracción masiva. Fingí recibir una llamada importante.
«¡Dígame, Paco!», empecé a gritar, como si mi interlocutor estuviera en la otra punta de la provincia. «¡Sí, te decía! ¡Lo de la intoxicación! ¡Terrible! Cien personas. Dicen que fue por unas salchichas en mal estado. Sí, unas salchichas alemanas, creo. Una pena. Con lo que les gusta a los guiris una buena salchicha…».
Miré de reojo. Klaus había dejado de hablar. Me estaba mirando fijamente. Su rostro era un mapa de la indignación contenida. Helga susurraba algo a sus hijos. Había conseguido sembrar la duda en su paraíso culinario.

Marta, viendo mi jugada, decidió unirse a la ofensiva. Cogió la jarra de agua de la mesa. Al ir a servir a nuestro hijo Marcos, su mano «resbaló». Un chorro de agua helada describió una parábola perfecta y aterrizó directamente sobre los pies de Helga, que estaban calzados con unas sandalias Birkenstock de precio desorbitado.
«¡Ay, perdona, qué torpe!», exclamó Marta con una inocencia tan falsa que merecía un Goya.
Helga se secó el pie con una servilleta, sin decir una palabra, pero su mirada podría haber congelado el Mar Menor en pleno agosto.

Era el momento de desplegar a la artillería pesada. Mis hijos.
«Marcos, Paula», les dije con la autoridad de un mariscal de campo. «Habéis estado mucho rato con el móvil en silencio. Poned un poco de música, que esto está muy aburrido».
Se miraron, sorprendidos. Nunca en mi vida les había pedido que pusieran música. Era como pedirle a un pirómano que encendiera un cigarro en una gasolinera. Pero obedecieron. Y a los pocos segundos, la tranquila terraza del chiringuito fue asaltada por una cacofonía de vídeos de TikTok a todo volumen. Un remix de una canción de reguetón se mezclaba con la voz de un streamer gritando mientras jugaba a un videojuego. Era un ataque sónico. Una tortura auditiva diseñada para quebrar el espíritu más templado.

Pero los Schmidt… los Schmidt eran de otro planeta. Eran imperturbables. Aguantaban el ruido, las miradas, mi falsa llamada sobre las salchichas… Eran una roca. Klaus sacó un libro y se puso a leer, ajeno al apocalipsis acústico que le rodeábamos. Helga sacó un crucigrama. Estaban ganando la guerra psicológica por pura resistencia pasiva. La sombra, mientras tanto, seguía avanzando. Le quedaban, calculé, diez minutos de sol a su mesa. La derrota era inminente.

Y entonces, desesperado, jugué mi última carta. La carta del pánico. La más sucia. La más rastrera. Pero no tenía otra opción.
Me levanté de la silla, me acerqué a la barandilla de madera que separaba la terraza de la arena y me quedé mirando fijamente el agua. Puse una cara de sorpresa y alarma.
«¡Marta! ¡Marta, mira!», grité, señalando un punto indefinido en el mar. Mi voz sonó lo suficientemente alta y asustada como para que toda la terraza se girara.
«¡Una medusa! ¡Y es de las gordas!».

Fue como apretar un botón nuclear. La palabra «medusa» tiene un poder casi místico en una playa. Los dos niños rubios, que habían vuelto a la orilla a remojarse los pies, oyeron el grito de su padre, que acababa de traducir mi advertencia al alemán con un tono de pánico absoluto. Salieron del agua como si les persiguiera el mismísimo Kraken, corriendo hacia su madre y llorando a pleno pulmón.

Helga se levantó de un salto, derribando su silla. Su calma prusiana se hizo añicos. Corrió a abrazar a sus hijos, que ahora estaban aterrados. Klaus se puso en pie, rojo de furia, y se giró hacia mí. Sus ojos eran dos pequeños puntos de odio. Había cruzado una línea. Había usado a los niños. La guerra fría se había terminado.

Y justo en ese instante, como si el universo tuviera un sentido del humor macabro y perfectamente sincronizado, el primer borde afilado de la sombra del edificio del chiringuito tocó la esquina de la Mesa Número 7.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *