El caos se apoderó de la terraza durante un minuto que pareció una hora. Helga intentaba consolar a sus hijos, que sollozaban aferrados a sus piernas, traumatizados por la amenaza de una medusa fantasma. Klaus, por su parte, avanzó hacia mi mesa. Se detuvo a un metro, con los puños apretados y el rostro congestionado.
«Das ist unverantwortlich!», me espetó, con una voz grave que hizo vibrar los vasos. «¡Eso es una irresponsabilidad!».
Yo, en un alarde de cinismo que me sorprendió hasta a mí mismo, levanté las manos en señal de inocencia.
«Caballero, yo solo he dicho lo que he visto», contesté, haciéndome el sueco con un acento manchego muy convincente. «La seguridad de los niños es lo primero».
El camarero, que había visto toda la escena desde la barra, decidió que su sueldo no le daba para mediar en un conflicto internacional y se acercó con la cuenta de los alemanes en la mano, en un intento de acelerar la inevitable retirada. Pero ya era tarde para la diplomacia. La magia del lugar, si es que alguna vez la hubo para ellos, se había roto. Y, lo que era más importante, la sombra ya cubría un tercio de su mesa. El sol, su único motivo para estar allí, les estaba abandonando.
Helga le dijo algo a Klaus en un alemán que sonaba a orden de retirada. Él me lanzó una última mirada, una mirada que prometía una futura invasión de Polonia si se volvían a cruzar nuestros caminos, y asintió. Pidieron la cuenta, recogieron sus toallas y sus cubos de playa con una eficiencia casi militar y, sin volver a mirarnos, abandonaron la terraza. Los niños, todavía con algún sollozo, se fueron mirando el mar con desconfianza.
¡Victoria!
Había ganado. Había defendido el honor de mi playa, de mi chiringuito, de mi concepto del fin de semana. Sentí una oleada de euforia, la misma que debió sentir el Cid al entrar en Valencia.
«¡Vamos!», le dije a mi familia con la energía de un conquistador. «¡A la tierra prometida!».
Con una rapidez que pilló a mis hijos por sorpresa, orquesté la mudanza. Cogí la paellera, que aún estaba tibia. Marta cogió los platos y los vasos. Los adolescentes, arrastrando los pies, cogieron sus móviles. En menos de treinta segundos, habíamos tomado posesión de la recién conquistada Mesa Número 7.
Me senté en la silla que hasta hacía un minuto había ocupado mi archienemigo Klaus. La silla aún guardaba el calor de su cuerpo, un último vestigio del enemigo derrotado. Me recliné, cerré los ojos y levanté la cara, listo para recibir mi recompensa, mi botín de guerra: el cálido y glorioso abrazo del último sol de septiembre.
Y en ese preciso instante, como si un dios con un sentido del humor retorcido hubiera accionado un interruptor, el último rayo de sol desapareció tras el tejado del chiringuito.
La sombra nos engulló.
Una sombra fría, repentina y absoluta. La Mesa 7, el trono dorado por el que había luchado con las armas más sucias, quedó sumida en la misma penumbra fría y desoladora que el resto de la terraza.
Nos quedamos en silencio. Solos. En una playa que de repente parecía vacía y melancólica. Con nuestra paella a medio comer, enfriándose a marchas forzadas.
«Papá, tengo frío», dijo Paula, mi hija, mientras se subía la cremallera de la sudadera.
«Yo también», añadió Marcos, sin levantar la vista de su teléfono.
Marta me miró. No dijo nada. No hacía falta. Su mirada lo decía todo. Era una mirada que mezclaba pena, un poco de desprecio y una pregunta silenciosa que retumbaba en mi cabeza: «¿Ha merecido la pena, idiota?».
Miré la mesa vacía que habíamos abandonado. Miré nuestra nueva mesa, idéntica a la anterior, pero ahora fría. Miré el horizonte, donde el cielo empezaba a teñirse de un violeta nostálgico. Había ganado la batalla, sí. Había conquistado el territorio. Pero había llegado tarde. La guerra no había sido contra los alemanes. Había sido contra el tiempo. Y esa es una guerra que nunca se gana.
El verano, oficialmente, se había terminado.
