El primer disparo de la guerra sonó a las 6:30 de la mañana. Fue un pitido agudo, insistente, un sonido diseñado en algún laboratorio de Silicon Valley con el único propósito de asesinar sueños. Era mi despertador. Abrí los ojos. La habitación estaba sumida en una oscuridad fría y hostil. Mi cuerpo, que hasta hacía unos segundos disfrutaba de la cálida seguridad del edredón, protestó con cada fibra de su ser.
El «Nuevo Adolfo», el titán que se había acostado la noche anterior, había desaparecido. En su lugar, estaba el «Adolfo de Siempre». Un Adolfo friolero, con legañas y una necesidad de café más fuerte que su amor propio. Y el Adolfo de Siempre empezó a susurrarle al oído a los restos del héroe.
«Hace frío», dijo una vocecilla en mi cabeza. «Mucho frío. El gimnasio a estas horas es un congelador. Y está lleno de gente que sí que está en forma. Te van a mirar. Se van a reír de tu camiseta de lycra».
«¡Cállate!», le contestó una versión más débil y temblorosa de mi yo revolucionario. «¡Hay que sacrificarse! ¡Sin dolor no hay ganancia!».
«¿Sacrificio? ¿A las seis y media de la mañana?», replicó la voz de la pereza, que era mucho más persuasiva. «La ciencia ha demostrado que dormir bien es fundamental para la salud. Si vas al gimnasio sin dormir, te puedes lesionar. Es contraproducente. Lo inteligente es dormir un poco más. Solo cinco minutos…».
Y esa fue la palabra clave. «Cinco minutos». La droga más adictiva del universo. La mentira que nos contamos a nosotros mismos cada mañana. Alargué el brazo, apagué la alarma y me hundí de nuevo en el calor del edredón. «Solo cinco minutos», me prometí.
Cuando volví a abrir los ojos, eran las siete y media. El sol ya se filtraba por la persiana y Clara ya estaba en la ducha. Había perdido. La primera batalla de la revolución había sido una derrota humillante, una rendición incondicional sin ni siquiera haber salido de la cama.
Me levanté con una sensación de culpa tan densa que casi podía masticarla. Para aplacarla, me preparé un desayuno de campeón. O, mejor dicho, de condenado. Dos tostadas con una capa de mantequilla que habría hecho llorar a un cardiólogo y un café con leche con tres azucarillos. «Necesito energía», me justifiqué.
«Ya iré por la tarde», me mentí a mí mismo mientras me vestía para ir a la oficina. «Después del trabajo. Tendré más energía».
Pero la tarde, como todas las tardes, trajo consigo su propio arsenal de excusas. El día en la oficina fue agotador. Una reunión que se alargó, un informe urgente, el tráfico de vuelta a casa… A las siete de la tarde, cuando llegué a casa, mi fuerza de voluntad estaba en la reserva. El sofá me llamaba con cantos de sirena. La idea de meterme en el coche otra vez, ir al gimnasio, sudar, y luego volver a casa para ducharme y cenar a las diez de la noche, me pareció un plan tan atractivo como una endodoncia sin anestesia.
«Estoy demasiado cansado», le dije a Clara, que me miró desde la cocina sin sorpresa. «Mañana. Mañana sin falta. Empiezo mañana».
Y así, el primer día de mi nueva vida se desvaneció sin pena ni gloria.
La mochila del gimnasio, esa que había preparado con tanta ilusión, se quedó en el pasillo, junto a la puerta de entrada. Al principio, era un recordatorio. Una promesa. Pero con el paso de los días, empezó a transformarse. Se convirtió en un objeto decorativo. Un estorbo que había que apartar para poder abrir la puerta del todo. Se convirtió, sobre todo, en un juez silencioso. Cada vez que pasaba por delante, sentía su mirada de nylon y cremalleras sobre mí. Me juzgaba. Me recordaba mi fracaso, mi debilidad. Era un monumento a mi propia cobardía.
Y en la mesilla de noche, la otra prueba del crimen. El libro de inglés, «English for Winners», seguía allí, impoluto, con su precinto de plástico brillando bajo la luz de la lámpara. Cada noche, me acostaba, lo miraba y me decía: «Mañana empiezo». Pero cada noche, el cansancio, una serie de Netflix o la simple y llana pereza ganaban la partida. El libro se estaba convirtiendo en parte del paisaje, un objeto tan intocable como un jarrón de la dinastía Ming. Su precinto intacto era el sello de una tumba faraónica, la tumba donde yacía, olvidado, el cadáver del «Nuevo Adolfo». La novela rusa, por su parte, ya había empezado a acumular una fina capa de polvo, como si quisiera mimetizarse con el olvido. La revolución, definitivamente, había sido aplazada.