El tiempo, ese cabrón sin corazón, siguió su curso. Los días se convirtieron en semanas. Septiembre, con su brisa de falsas promesas, empezó a despedirse, dando paso a los primeros y tímidos escalofríos de octubre. La mochila del gimnasio había emigrado del pasillo a un rincón oscuro del trastero, un exilio forzoso para acallar su juicio mudo. Y los libros de la mesilla habían sido sepultados bajo una pila de facturas y revistas viejas. El «Nuevo Adolfo» no estaba muerto; estaba en un coma inducido del que nadie parecía tener intención de despertarle.
Y yo, el Adolfo de Siempre, había vuelto a mi rutina. A mi trabajo, a mis cenas, a mi maravillosa y reconfortante relación simbiótica con el sofá. Había logrado un armisticio con mi conciencia. Había aceptado que mis aspiraciones de convertirme en un adonis bilingüe eran, simplemente, eso: aspiraciones. Fantasías que uno tiene a principios de septiembre, como cuando de niño te proponías ser más ordenado y tu cuarto parecía una zona de guerra a los tres días.
Pero la culpa, amigos, es como la humedad. Siempre encuentra una grieta por la que filtrarse.
Era el último sábado de septiembre. Una tarde gris y perezosa. Estaba hundido en el sofá, en ese estado de duermevela que solo un partido de fútbol de media tabla a las cuatro de la tarde puede inducir. En la pantalla, un jugador del Getafe, un tipo que parecía tallado en granito, corría la banda en el minuto 85 con la misma frescura que si acabara de empezar el partido. El comentarista, con esa hipérbole que les caracteriza, exclamó: «¡Qué portento físico! ¡Un atleta!».
Y esa palabra, «atleta», me golpeó. Resonó en mi cabeza. Yo había querido ser un atleta. O, al menos, una versión de mí mismo que no se ahogara al subir las escaleras del metro. Sentí una punzada. Una pequeña y molesta punzada de culpa. El fantasma del «Nuevo Adolfo» se había removido en su tumba.
Apagué la tele. No podía seguir viendo a hombres en forma corriendo detrás de un balón. Me sentía como un alcohólico viendo un anuncio de ginebra. Decidí que era el momento de enfrentarme a mis demonios. De hacer inventario de mis fracasos.
Me dirigí al «cajón de la vergüenza». Todos tenemos uno. Es ese cajón desastre donde van a morir nuestros propósitos rotos, nuestras buenas intenciones, los cadáveres de todas las personas que un día quisimos ser. Lo abrí. Y allí estaban. Un cementerio de sueños a precio de Decathlon.
Saqué los artefactos, uno por uno, como un arqueólogo desenterrando una civilización perdida.
Primero, una esterilla de yoga de color lavanda, de hacía dos años. La había usado una sola vez, en una sesión online en la que me lesioné el cuello intentando hacer la postura del «perro boca abajo».
Luego, un kit para hacer pan de masa madre. Un regalo de la pandemia. Aún conservaba el precinto. La masa madre, si es que alguna vez estuvo viva, debía de ser ya un fósil.
Una armónica. La compré un día que vi un documental sobre Bob Dylan y pensé que mi vida necesitaba más blues y menos hojas de cálculo. La soplé. Sonó como un gato moribundo.
Un diccionario de japonés. Fruto de una fase en la que me dio por el anime y decidí que aprendería el idioma para ver las series en versión original. Lo abrí. Solo había aprendido una palabra: «sayonara». Y era exactamente lo que le había dicho a aquel propósito.
Estaba allí, de rodillas, rodeado por los restos de mis naufragios personales, cuando apareció Clara en la puerta. Me miró, miró el desastre del suelo, y no se rió. No me echó la bronca. Simplemente, se acercó, se agachó a mi lado y, con una voz suave, me hizo la pregunta más demoledora de todas.
«¿Qué vas a hacer con la tarjeta del gimnasio, cariño?».
La tarjeta. Se me había olvidado. Metí la mano en la cartera, en uno de esos compartimentos olvidados donde guardas los tickets de la tintorería. Y allí estaba. La tarjeta de «Body Revolution». Impecable. Brillante. Todavía olía a plástico nuevo. Ni un solo rasguño. No había pasado ni una sola vez por el torno de entrada. Era la prueba definitiva de mi fracaso. Era un carnet de socio del club de los procrastinadores.
Me levanté. Miré a Clara. Y tomé una decisión. Una decisión de verdad. No una promesa de septiembre, sino un acto de pura y simple honestidad.
«Voy a darme de baja», le dije.
Clara me miró con una mezcla de sorpresa y, me pareció, un poco de orgullo.
«¿Estás seguro?».
«Sí», contesté. «Es lo que hay que hacer. Aceptar la derrota es el primer paso para la siguiente batalla».
Me sentí liberado. Aliviado. Por fin iba a cerrar ese capítulo. Cogí las llaves del coche. Iba a ir ahora mismo. Iba a entrar en aquel templo del sudor y la vanidad y les iba a decir: «Quiero cancelar mi suscripción. No es por ustedes, es por mí. Soy un caso perdido».
Y justo cuando mi mano giraba el pomo de la puerta, mi móvil vibró en el bolsillo. Lo saqué. Era una notificación. Una notificación push de la app del gimnasio, esa que me había instalado el primer día y que no había vuelto a abrir. El mensaje era corto, optimista y cruel.
«¡No te rindas, Adolfo! ¡El lunes empieza un nuevo reto! ¡Nueva clase de ‘Cross-Fit para Valientes’ a las 7:00 a.m.! ¡No hay excusas! ¡Te esperamos!».