Crónica de un Propósito Roto (o la Batalla Anual de tu Fuerza de Voluntad contra tu Sofá)

Relato satírico sobre un hombre que ignora sus propósitos de septiembre y se relaja en el sofá.

La notificación brillaba en la pantalla de mi móvil como una pequeña y malévola luciérnaga. «Cross-Fit para Valientes». Las palabras resonaron en mi cabeza. Valientes. Yo no me sentía valiente. Me sentía como un señor de cuarenta y cinco años al que le empezaba a doler la rodilla cuando cambiaba el tiempo. La imagen mental de mí mismo intentando levantar una rueda de tractor a las siete de la mañana era tan cómica como aterradora.

Me quedé paralizado, con la mano en el pomo de la puerta. La tentación, por un instante, fue real. Una vocecilla traicionera, el último eco del «Nuevo Adolfo», susurró en mi interior. «¿Y si…? ¿Y si esta vez sí? Cross-Fit. Suena a algo que cambiaría tu vida. Valientes…».

Dudé. Miré a Clara, que me observaba con una curiosidad paciente, como un biólogo marino esperando a ver qué hace un pez atrapado en una red. Mi mirada vagó por el salón. Se posó sobre la mochila del gimnasio, que seguía exiliada en el trastero. Se posó sobre los libros de la mesilla, sepultados bajo el polvo del olvido. Y finalmente, se posó en mi propio reflejo en el cristal de la puerta.

Vi a un hombre normal. Un tipo con un poco de barriga, con el pelo empezando a clarear y con la cara de perpetuo cansancio que te regala una hipoteca y dos décadas de trabajo en una oficina. Y en ese momento, lo supe. Supe que yo no quería ser un «valiente» del Cross-Fit. Supe que no quería levantar ruedas de tractor. Lo único que quería era sentarme en mi sofá, con mi mujer, y ver una película sin que una voz en mi cabeza me estuviera fustigando por no estar sudando en una elíptica. Quería paz. Quería la dulce y maravillosa paz de la rendición.

Con un movimiento decidido, deslicé el dedo por la pantalla y borré la notificación. No iría al gimnasio a darme de baja. Aquello sería un acto de reconocimiento, una admisión de fracaso. Y yo no había fracasado. Simplemente, había decidido no participar en una guerra que no era la mía. La indiferencia, decidí, era una victoria mucho más elegante.

Dejé las llaves del coche en el cuenco de la entrada. Cogí la tarjeta de «Body Revolution» de mi cartera y, con la solemnidad de quien entierra a un viejo enemigo, la deposité en el «cajón de la vergüenza». La dejé allí, junto a la armónica que no sabía tocar, el pan que nunca haría y el japonés que nunca aprendería. No eran fracasos. Eran historias. Eran los fantasmas de las vidas que no viví. Y ya no me daban miedo.

Y entonces, hice algo verdaderamente revolucionario.

Me acerqué a la mesilla de noche. Aparté las facturas y las revistas. Y allí estaba, «English for Winners», con su precinto intacto. Lo cogí. El plástico crujió bajo mis dedos. Con un gesto ceremonial, lo rompí. El olor a libro nuevo, a papel y a tinta, llenó el aire. Lo abrí por una página al azar. «Lesson 3: The Present Perfect Continuous». Lo miré. Contemplé aquellas frases en un idioma que nunca dominaría. Y sonreí.

Fui hasta la mesa del salón. Esa mesa que cojeaba desde que la compramos. Me agaché. Y con la precisión de un cirujano, coloqué el libro de inglés debajo de la pata más corta.

Encajó a la perfección.

Me levanté. Empujé la mesa suavemente. Estaba estable. Sólida. Por primera vez en cinco años, la mesa del salón no bailaba.

Clara, que había observado toda la escena en silencio, se acercó. Miró la mesa, luego el libro que ahora servía de cimiento.
«¿Qué has hecho?», preguntó, con una media sonrisa que delataba que ya sabía la respuesta.

La miré. Y por primera vez en todo el mes, me sentí completamente en paz. Sin culpa. Sin aspiraciones. Sin la tiranía de tener que ser una versión mejor de mí mismo.
«He encontrado un propósito», contesté. «Uno realista».

Y me senté en mi sofá. Mi trono. El epicentro de mi pequeño y maravilloso reino de imperfección. Clara se sentó a mi lado. Cogimos el mando. Y nos pusimos a buscar una película. El «Nuevo Adolfo» no había nacido. Pero el «Adolfo de Siempre», el de verdad, por fin, había aprendido a firmar la paz consigo mismo. Y esa, me di cuenta, era la única victoria que importaba.

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