El Puente del Pilar y la Invasión de los Bárbaros (Crónica de un Hostelero A-go-bia-do)

Relato satírico sobre un hostelero de pueblo desbordado por los turistas durante el Puente del Pilar.

«El Conquistador» me miró con una expresión de decepción, la misma que debió poner Colón cuando, en lugar de especias, encontró gente en taparrabos. Titubeó un segundo, probablemente consultando algún algoritmo mental sobre si merecía la pena arriesgar su sistema digestivo en un lugar sin carta de alérgenos. Finalmente, suspiró y pidió «cuatro refrescos de cola con mucho hielo y limón». Un pedido seguro, la opción del cobarde. Mientras yo los preparaba, «La Documentalista», su mujer, seguía con su safari fotográfico. Le hizo una foto a la máquina tragaperras, a la cabeza de jabalí disecada que colgaba sobre la puerta y, por supuesto, a la mesa de los jubilados, que seguían la partida de guiñote como si nada hubiera pasado.

«¡Mira qué auténtico, Carlos!», le susurró a su marido, lo suficientemente alto para que la oyera hasta el cura en la sacristía. «Es como viajar en el tiempo».

Antonio, el alcalde, que estaba sentado en la barra, se giró lentamente y contestó, con su vozarrón de campo: «No, señora. Es viernes».

La familia del Conquistador fue solo la avanzadilla. A medida que avanzaba la tarde, la invasión se hizo efectiva. Villapaz de Arriba, mi remanso de paz, empezó a llenarse de coches de alta gama aparcados en ángulos imposibles y de gente vestida para una expedición al K2. El silencio ancestral del pueblo fue sustituido por un murmullo constante de «o sea», «qué ideal», «¿aquí hay cobertura?» y, la pregunta estrella, «¿pero no hay nada que hacer?».

Desde mi puesto de observación, empecé mi ritual anual: el estudio de campo de la tribu de los Urbanitas. Un análisis sociológico que ni el CIS.

El Atuendo: La primera característica distintiva. Todos, sin excepción, visten un uniforme. Consiste en unas botas de trekking de colores chillones, diseñadas para escalar el Annapurna pero utilizadas para caminar los cien metros de asfalto liso que separan la casa rural del mi bar. Un pantalón de montañero con ochocientos bolsillos, la mayoría vacíos. Y, por supuesto, un forro polar de una marca carísima, da igual que hicieran veinticinco grados. Es un símbolo de estatus. Es como decir: «Podría estar escalando el Mont Blanc, pero he decidido honraros con mi presencia en vuestro humilde pueblo».

La Alimentación: La tribu urbanita tiene unas costumbres dietéticas fascinantes. Rechazan con desprecio mis gloriosos torreznos («demasiada grasa saturada»), pero luego no tienen problema en pedir un «gin-tonic premium» a las cinco de la tarde. En el desayuno, se produce el gran choque cultural. Me piden «café con leche de avena y un toque de canela de Ceylán». Yo les pongo la leche de vaca de toda la vida, la que me trae el lechero del pueblo de al lado, y le espolvoreo un poco de canela en polvo La Carmencita. Nunca nadie ha notado la diferencia. También me piden «tostada de pan de masa madre con aguacate y semillas de chía». Yo les pongo una rebanada de pan de hogaza con tomate rallado y un chorro de aceite de oliva virgen extra. Cuando preguntan por la chía, les digo que se nos ha acabado, que ha habido problemas con el proveedor de los Andes. Se quedan contentísimos con la «autenticidad» del producto local.

La Interacción con el Entorno: Para el urbanita, el pueblo no es un lugar, es un decorado. Un parque temático de la «vida rural». Le hacen fotos a todo lo que se mueve y a lo que no. A las gallinas de la señora Remedios, que ya están más fotografiadas que la Torre Eiffel. A mi tractor, un Ebro del 78 que suda aceite pero que sigue arando. Y, por supuesto, a los ancianos. Nos miran a los del pueblo como si fuéramos una especie en vías de extinción, los últimos neandertales. Nos observan con una mezcla de curiosidad, condescendencia y una pizca de envidia por nuestra «vida sencilla», una vida que ellos no aguantarían ni cuarenta y ocho horas.

La prueba definitiva de esta teoría entró por la puerta a media tarde. Era una chica joven, de unos veinte años, con un teléfono montado en un palo selfie que parecía un cetro de poder. La reconocí al instante: era una influencer. La Antropóloga Digital.

«¡Hola, followers!», dijo, hablando a su pequeño rectángulo de cristal. «¡Estoy en este lugar súper auténtico, súper real! ¡He encontrado la verdadera España!». Empezó a grabar un paneo del bar, deteniéndose en la cabeza del jabalí. «¡Mirad qué decoración tan rústica! ¡Y la gente es maravillosa!».

Y entonces, cometió el error. Giró la cámara y enfocó directamente a la mesa de «La Comisión de Sabios».
«¡Y mirad qué señores tan majos! ¡Están jugando a un juego de cartas súper tradicional! ¡Hola!», saludó, con la efusividad de una presentadora de programa infantil.

Los cuatro jubilados levantaron la vista de sus cartas. La partida, un momento sagrado, había sido profanada. Se quedaron mirándola, inmóviles. El silencio en la mesa era más denso que la niebla de noviembre.

Finalmente, Mariano, el más cascarrabias de los cuatro, dejó sus cartas sobre la mesa, se levantó lentamente, apoyándose en su bastón, y se acercó a la chica. La influencer le sonrió, esperando una anécdota entrañable de un abuelito de pueblo.

«Señorita», dijo Mariano, con una voz seca y cortante como el cierzo. «O apaga usted el cacharro ese, o le cobro derechos de imagen. Y mi cara, a estas alturas, cotiza alta. Que no estamos en el zoológico».

La chica se quedó con la boca abierta y el palo selfie temblando en la mano. No sabía si aquello era parte de la «experiencia auténtica» que había venido a buscar, o si el abuelo le iba a dar un bastonazo. La invasión había encontrado su primera línea de resistencia.

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