La influencer, a la que llamaré «La Antropóloga Digital», se quedó congelada, con una sonrisa forzada que se le iba derritiendo en la cara. Balbuceó una disculpa, guardó su cetro de poder y salió del bar con la misma rapidez con la que había entrado, probablemente para subir una story sobre la «hostilidad inesperada del entorno rural». Los jubilados reanudaron su partida de guiñote como si nada hubiera pasado. Aquella pequeña victoria del sentido común, sin embargo, fue solo una escaramuza. La noche prometía ser la batalla principal.
Y no decepcionó. A partir de las ocho, el bar empezó a llenarse. La tribu de los «urbanitas», tras un día de «senderismo» por el camino que lleva a la fuente del pueblo, descendió en masa sobre mi local en busca de sustento y, sobre todo, de Wi-Fi. Mi bar, normalmente un remanso de paz donde la conversación más acalorada es sobre el tiempo que va a hacer mañana, se convirtió en una sucursal de una discoteca de Malasaña. El nivel de ruido subió hasta un punto en que ya no oía mis propios pensamientos, lo cual, a veces, es una bendición.
Yo, desde mi trinchera tras la barra, me convertí en un pulpo. Un brazo tirando una caña, otro poniendo un café, otro limpiando un vaso y un tercero haciendo malabares para explicar, por décima vez, que no, que no teníamos «hummus de remolacha». La batalla se libraba en cada comanda. Las peticiones, a medida que avanzaba la noche y el alcohol hacía su efecto, se volvían cada vez más surrealistas.
Un grupo de jóvenes con camisetas idénticas, probablemente de una despedida de soltero venida a menos, se acercó a la barra.
«¡Jefe!», me gritó el que parecía el líder. «¡Queremos seis gin-tonics de autor!».
«¿De autor?», le pregunté, mientras seguía sirviendo a otros.
«¡Sí, tío! Con ginebra de esa que sabe a pepino y bayas de enebro. Y tónica de la rosa. ¡Y mucho hielo!».
Les miré. Luego miré mi estantería, donde la ginebra más exótica que tenía era un Larios 12 que guardaba para las grandes ocasiones. Decidí improvisar. Cogí seis vasos de sidra, los llené de hielo hasta arriba, les eché un chorro generoso de Larios normal, los rellené con Fanta de limón y, como toque de autor, les metí dentro una rodaja de pepino que le robé a la ensalada de la cena.
«Aquí tenéis», les dije, con mi mejor cara de sumiller. «Gin-tonic ‘El Cruce’, receta secreta del abuelo».
Se lo bebieron como si fuera el elixir de la vida eterna. «¡Brutal, tío!», me dijo el líder. «¡Sabe a campo!».
Otro grupo, este de chicas con botas de cowboy y sombreros, se quejó amargamente de la velocidad del Wi-Fi.
«Es que no me carga el Reel», dijo una, con la misma angustia que si le hubieran diagnosticado una enfermedad terminal. «¡Imposible hacer un streaming desde aquí!».
«Señorita», le contesté mientras le servía un vino. «En Villapaz de Arriba, la única fibra que conocemos es la de las lentejas de mi mujer. Y va de lujo para el tránsito intestinal. Para el de datos, ya es otra cosa».
Me miró como si le estuviera hablando en arameo.
La noche alcanzó su punto álgido alrededor de la medianoche. El alcohol había hecho su magia y la tribu de los urbanitas había entrado en esa fase de euforia en la que pierden los últimos vestigios de vergüenza ajena. El bar era un pandemonio de risas estridentes, conversaciones a gritos y móviles haciendo fotos con flash que me dejaban ciego cada treinta segundos.
Y entonces, uno de ellos, un tipo con una camisa de flores y el pelo teñido de un azul eléctrico que competía con las luces de la tragaperras, decidió que el mundo necesitaba oír su voz. Se subió a una de las mesas de madera, derribando un par de vasos en el proceso, y, como si fuera el cantante de una banda de rock en Wembley, empezó a cantar a voz en grito una canción en inglés que sonaba a un gato siendo torturado. La gente de su grupo le jaleaba, le grababa con el móvil, le reía la gracia.
Los pocos parroquianos del pueblo que aún resistían en el bar le miraban con un odio silencioso y concentrado. Eran Antonio, el alcalde, y dos agricultores más. No decían nada, pero sus miradas eran puñales. Yo, desde la barra, me debatía entre mi instinto de hostelero (que me decía que aguantara, que estaban consumiendo) y mi instinto de ser humano (que me decía que cogiera una botella y se la partiera en la cabeza).
Y justo cuando estaba a punto de intervenir, de pedirle al artista que, por favor, se bajara de la mesa antes de que se rompiera el tobillo o mi paciencia, la puerta del bar se abrió de golpe. El frío de la noche entró como una cuchillada. Y con él, entró él.
Era «El Chato».
El capataz del pueblo. Un hombretón de metro noventa, con unas manos como palas y una cara que parecía tallada en granito. Acababa de volver del campo, de regar a deshoras. Llevaba sus botas llenas de barro y en su cara se reflejaba el cansancio de doce horas de trabajo.
Se quedó parado en la puerta. Miró la escena. Miró al tipo de pelo azul cantando en la mesa como un gallo desquiciado. Miró a los urbanitas riéndole la gracia. Luego, sus ojos se cruzaron con los míos. No dijo una palabra. Pero su silencio, en mitad de aquel estruendo, fue el sonido más atronador que había oído en toda la noche. La fiesta, lo supe en ese instante, estaba a punto de terminar.