El Puente del Pilar y la Invasión de los Bárbaros (Crónica de un Hostelero A-go-bia-do)

Relato satírico sobre un hostelero de pueblo desbordado por los turistas durante el Puente del Pilar.

El Chato avanzó. No caminaba, se desplazaba, como una fuerza de la naturaleza. La multitud de urbanitas se apartó a su paso, intuyendo instintivamente que aquel hombre no formaba parte del espectáculo. Cruzó el bar sin mirar a nadie, directo hacia la mesa donde el cantante de pelo azul seguía con su serenata etílica.

Llegó a la mesa. No gritó. No amenazó. Simplemente, alargó uno de sus brazos de leñador, cogió al artista por el cuello de la camisa de flores como si fuera la piel de un gatito, y, con una facilidad pasmosa, lo levantó de la mesa y lo depositó en el suelo. El tipo se quedó de pie, temblando, con la canción a medio morir en los labios. El Chato se inclinó y le susurró algo al oído. Nadie oyó lo que le dijo. Pero la cara del cantante pasó del azul eléctrico de su pelo al blanco de la pared en menos de un segundo. Asintió varias veces, como un muñeco de esos que se ponen en el salpicadero del coche.

El bar se había quedado en un silencio sepulcral. Se oía el zumbido de la nevera de los refrescos. El Chato, sin decir más, se acercó a la barra.
«Manolo, ponme un coñac», dijo, con su voz de lija.

El incidente fue el toque de queda. La magia de la fiesta se rompió. La tribu de los urbanitas, de repente consciente de que Villapaz de Arriba no era un parque temático sin reglas, sino un lugar con sus propias leyes no escritas, empezó a disolverse. Las risas se convirtieron en susurros. Los grupos empezaron a pedir la cuenta, a recoger sus abrigos de diseño y a desaparecer en la noche. En menos de media hora, el bar estaba casi vacío. Solo quedaban los de siempre: Antonio, los dos agricultores y el Chato, saboreando su coñac en silencio.

Y aquí, amigos, es donde empieza mi pequeña y dulce venganza. La venganza del hostelero. Porque mientras los bárbaros se retiraban, pasaban por la caja. Y yo había estado tomando notas. A cada petición surrealista, a cada queja velada, a cada gesto de condescendencia, yo había ido añadiendo un pequeño concepto en la cuenta. Un concepto invisible, etéreo, llamado «suplemento por servicios especiales».

El grupo de los gin-tonics de autor pagó un extra por «creatividad del barman». Las chicas del Wi-Fi lento, un pequeño cargo por «consultoría tecnológica y apoyo moral». Y el cantante de la mesa, un «suplemento por uso indebido del mobiliario con finalidad artística». Nadie protestó. Estaban demasiado ocupados intentando salir de allí sin cruzarse con la mirada del Chato.

El último en pagar fue «El Conquistador», el del brunch. Había vuelto para la cena con toda su familia. Me tendió la tarjeta de crédito y echó un vistazo a la cuenta. Frunció el ceño.
«Perdone», dijo, señalando una línea del ticket. «¿’Suplemento de terraza con sol’?».

Le miré, impasible, mientras pasaba la tarjeta por el datáfono.
«Es que este sol es de muy buena calidad», contesté, con la cara más seria que pude poner. «Es de aquí, del pueblo. Kilómetro cero».

Se quedó pensando un segundo, como si intentara decidir si le estaba tomando el pelo o si aquello era otra de las «auténticas» costumbres locales que había venido a descubrir. Finalmente, suspiró, tecleó el PIN y se fue. En el fondo, sabía que no estaba pagando por el sol. Estaba pagando por la experiencia.

El lunes por la mañana, Villapaz de Arriba volvió a ser Villapaz de Arriba. El silencio, bendito silencio, había regresado. El último de los SUVs había desaparecido de la plaza, dejando solo una mancha de aceite como recuerdo de su paso. Me encontraba barriendo la entrada de mi bar, recogiendo los últimos vestigios de la invasión: un par de servilletas de papel, una gafa de sol de pasta rota y un ticket arrugado de una de las cuentas.

Estaba agotado. Me dolían los pies, la espalda y hasta las pestañas. Pero la caja registradora estaba más llena que en todo el mes anterior. Sonreí. Los bárbaros se habían ido. La paz había vuelto. Y, como cada año, sabía que el año que viene, por las mismas fechas, volverían. Con sus coches relucientes, sus ropas de explorador y sus peticiones absurdas.

Y yo estaría aquí. En mi barra. Esperándoles. Listo para servirles, para observarles, para escucharles y, por supuesto, para cobrarles el suplemento.

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