He decidido cometer un suicidio temporal de la voluntad. Un harakiri al libre albedrío. Durante las próximas 24 horas, no tomaré ni una sola decisión por mí mismo. Mi existencia será gobernada por una fuerza superior, un oráculo omnisciente que, según dicen, me conoce mejor que mi propia madre: el Algoritmo. Mi vida por un algoritmo.
La premisa del experimento es simple y aterradora: desde la música que escucho hasta la ruta que tomo para ir a comprar el pan, pasando por la ropa que visto y la película que veré esta noche, todo será dictado por las recomendaciones de las grandes plataformas tecnológicas. Me convertiré en un conejillo de indias en el laboratorio de la personalización. Un peregrino en busca de la utopía que nos prometieron: un mundo sin la fricción de la elección, una vida perfectamente optimizada y feliz. O eso dicen en sus folletos.
07:00 AM – El Despertar Sónico
La primera prueba de mi nueva vida por un algoritmo llega con el despertador. Mi altavoz inteligente, conectado a mi alma a través de Spotify, tiene la orden de despertarme con una lista de reproducción «perfectamente curada para empezar el día con energía positiva». El algoritmo, tras analizar mis 15 años de historial de escuchas, mi amor por el rock de los 70 y mi ocasional coqueteo con el jazz, ha decidido que la banda sonora perfecta para mi despertar es una playlist titulada: «Vibraciones Acústicas para un Despertar Consciente y Productivo».
La primera canción es un folk melancólico de un cantautor islandés cuya voz suena como si se hubiera tragado un puñado de arena. La letra, según una traducción simultánea que le pido a otro algoritmo, narra la triste historia de un tejón atropellado en una carretera secundaria. Mi energía positiva, a las 7:01, ya está en números rojos. El algoritmo ha confundido mi gusto por las baladas de Led Zeppelin con un deseo secreto de llorar por la muerte de un mustélido anónimo. Primera lección: la personalización es, a menudo, una caricatura de tus propios gustos.
08:00 AM – El Atuendo de la Discordia
Siguiente paso: vestirse. Le pregunto a Alexa, conectada a mi cuenta de Amazon: «Alexa, basándote en mis compras y el tiempo que hace, ¿qué me pongo hoy?». Silencio. El anillo de luz parpadea, procesando, sin duda, mis complejos patrones de consumo. Mi historial incluye libros de filosofía, un par de sartenes y, una vez, hace tres años, en un ataque de curiosidad, un chaleco táctico de airsoft que compré para un amigo y que nunca llegué a usar.
La respuesta de Alexa es clara y contundente: «Hoy hace 24 grados y sol. Te recomiendo unos vaqueros, una camiseta básica y tu chaleco táctico. Es una prenda versátil que combina seguridad y estilo».
Ahí está. El fantasma de un clic del pasado, resucitado por un código sin sentido del ridículo. El algoritmo no entiende el contexto. Solo ve datos. «Compra de chaleco» + «Tiempo soleado» = «Ponte el chaleco». Es una lógica impecable y, a la vez, demencial. Por el bien del experimento, obedezco. Bajo a comprar el pan vestido como un cruce entre un filósofo de bar y un mercenario a tiempo parcial. El panadero, un hombre que me ha visto en pijama y con resaca, por primera vez en veinte años me mira con auténtico miedo. La vida por un algoritmo empieza a tener consecuencias sociales.
09:00 AM – El Desayuno Informativo del Fin del Mundo
Mientras me tomo el café (elegido por una app que ha decidido que me gusta el café de origen etíope con notas de «frutos rojos y desesperación»), decido ponerme al día. Abro mi agregador de noticias, gobernado por el algoritmo de Google News. La selección de titulares es fascinante. No hay noticias, hay un espejo. Un espejo que me devuelve una versión exagerada de mis propias ansiedades.
Cada titular parece diseñado para confirmar mis peores sospechas sobre el estado del mundo. Si ayer leí un artículo sobre la inflación, hoy el algoritmo me ofrece cinco artículos sobre la inminente hiperinflación que nos convertirá en Zimbabue. Si mostré interés en el cambio climático, ahora mi feed es un monográfico sobre el apocalipsis por sequía.
El algoritmo no me informa. Me radicaliza. Me encierra en una burbuja de pánico perfectamente personalizada. El mundo no es complejo, es una caricatura de mis propios miedos. Y lo peor es que, en el fondo, me gusta. Me hace sentir listo, como si yo fuera el único que ve la verdad. Es la droga más peligrosa de todas: la que te convence de que tienes razón.
10:00 AM – El Viaje a Ninguna Parte
Tengo que hacer un recado. Una simple gestión en una oficina a diez minutos andando de casa. Una ruta que he hecho mil veces. Pero hoy no. Hoy mi guía es Google Maps. Introduzco la dirección y le pido la ruta «más eficiente».
Y aquí, amigos, es donde la lógica algorítmica y la lógica humana se divorcian para siempre. En lugar de mandarme por la ruta directa de tres calles que cualquier ser humano tomaría, el algoritmo, en su infinita sabiduría, me diseña un recorrido de 25 minutos. Una odisea que me lleva por un polígono industrial abandonado, una calle sin salida y un laberinto de callejones que no sabía ni que existían.
¿Por qué? Porque, según su análisis de datos en tiempo real, en la ruta principal había un «riesgo de congestión» de un 3%. Un semáforo, probablemente. Para evitarme la terrible posibilidad de tener que esperar 45 segundos en un paso de cebra, el algoritmo ha preferido mandarme a un tour por el metaverso rancio, por la cara B de mi propio barrio.
Mientras camino entre naves industriales oxidadas y grafitis que nadie ha visto en una década, comprendo la segunda gran lección de mi vida por un algoritmo: la optimización no es sinónimo de inteligencia. A menudo, en su afán por optimizar una variable minúscula, el algoritmo es capaz de sacrificar el sentido común por completo. Estoy siendo más «eficiente» que nunca, y a la vez, estoy profundamente perdido. Y la mañana no ha hecho más que empezar.