Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy les traigo la reseña de mi último viaje. No les diré el destino, porque lo de menos fue el lugar. Lo importante, amigos, fue la experiencia. La aerolínea me prometió un «asiento de ventanilla» y, por un módico suplemento de 20 euros (el precio de dos menús del día), accedí. Soñaba con esas fotos para Instagram de las nubes algodonosas, con contemplar la curvatura de la Tierra, con sentirme un poco más cerca de los dioses. Y lo que obtuve fue una pared.
Una hermosa, ininterrumpida y sólida pared de plástico de color beige.
¡Qué genialidad! ¡Qué movimiento tan audaz por parte de la compañía! Esto no es una estafa. Es una invitación a la meditación. Es una experiencia filosófica. Me vendieron un asiento de ventanilla, sí, pero no la ventanilla al mundo exterior, sino a mi propio y profundo vacío interior. Durante ocho horas, tuve la oportunidad única de enfrentarme a mis demonios, de reflexionar sobre mis decisiones vitales y de estudiar con detenimiento la fascinante textura del fuselaje de un Boeing 737.
Al principio, debo admitirlo, sentí una ligera decepción. Apoyé la cabeza en la pared, esperando sentir el frío del cristal, y solo sentí el calor de mi propia estupidez por haber pagado un extra. Busqué la persiana para bajarla y me di cuenta de que la única persiana que podía bajar era la de mi propia dignidad.
Pero luego lo entendí. La aerolínea me estaba haciendo un favor. Me estaba protegiendo. ¿De qué? De la banalidad de las vistas. ¿Nubes? ¿Montañas? ¿Ciudades que parecen maquetas? ¡Qué aburrimiento! ¡Qué poco original! Lo verdaderamente trendy, lo realmente cool, es el minimalismo. Y no hay nada más minimalista que una puta pared.
Este es el cénit del modelo low-cost. Un modelo de negocio basado en un principio simple: despiezar la experiencia de viajar y venderte cada trozo por separado.
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El billete base: te da derecho a existir dentro del avión.
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Extra por elegir asiento: 15€. Si no, te sientan entre un luchador de sumo y un bebé con cólicos.
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Extra por equipaje de mano: 40€. Si no, tienes que llevar la ropa puesta, como una cebolla humana.
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Extra por imprimir la tarjeta de embarque: 50€. Un folio impreso que les ha costado a ellos 2 céntimos.
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Y ahora, el extra por asiento de ventanilla (sin ventanilla): 20€. Te venden la ilusión. El concepto. El platonismo de la ventanilla.
¿Qué será lo próximo? ¿El «asiento con derecho a oxígeno» por un suplemento? ¿El «pack aterrizaje seguro» por 9,99€? A este ritmo, acabaremos pagando por el «privilegio de no viajar en el ala».
Aerolíneas como Delta o United, ahora denunciadas en EE. UU. por esta práctica, no son simples transportistas. Son maestros del marketing conceptual. No te venden un servicio, te venden una idea. Y la idea del «asiento 11A» es que podría haber tenido una ventanilla. Y con esa posibilidad, con ese «y si…», es con lo que comercian.
Así que la próxima vez que reserven un vuelo, no se fíen de las palabras. «Asiento de ventanilla» es un término ambiguo. Como «político honesto» o «comida sana de microondas». Puede que exista, pero es altamente improbable. Miren el mapa del avión con la misma desconfianza con la que mirarían el contrato de una hipoteca.
Y si, a pesar de todo, acaban en uno de estos maravillosos asientos con vistas a la nada, no se desesperen. Aprovechen la oportunidad. Mediten. Escriban un haiku. O, simplemente, duerman. Al fin y al cabo, para no ver nada, no hay nada como tener los ojos cerrados.