Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy no les escribo desde mi habitual y segura atalaya. Hoy les hablo como corresponsal de guerra, empotrado en una unidad de resistencia civil en el barrio de Tetuán, Madrid. El enemigo no tiene tanques ni artillería. Tiene algo mucho peor: freidoras industriales y un ejército de motoristas con prisa. Bienvenidos a la guerra contra las cocinas fantasma.
DIARIO DE CAMPAÑA – DÍA 45 DEL ASEDIO
14:00h: Calma tensa en el frente. El sol cae a plomo sobre las trincheras (los balcones con geranios). De repente, el enemigo lanza la primera ofensiva del día. Un ataque sorpresa de «aroma a pollo al curry». El olor, denso y penetrante, avanza por la calle como un gas mostaza, se cuela por debajo de las puertas e invade los salones. La población civil, atrincherada en sus casas, responde con la única arma a su alcance: una batería de quejas en el grupo de WhatsApp de la comunidad. «¡Indignante!», teclea Marisa, del 3ºB. «¡Esto es insoportable!», responde Antonio, del bajo. La moral es baja, pero la resistencia digital es feroz.
19:00h: Comienza la hora punta. El enemigo intensifica sus operaciones. Los extractores de humo, su artillería pesada, empiezan a rugir. Es un zumbido constante, un arma psicológica diseñada para aniquilar tu paz interior y recordarte que, mientras tú intentas ver una serie, a veinte metros se están cocinando 300 hamburguesas a la vez. El ruido es tan persistente que los pájaros del barrio han empezado a cantar en un tono más agudo por el estrés.
22:00h: ¡Llega la caballería! Un escuadrón de riders, la temible caballería ligera de las apps de reparto, realiza una incursión relámpago en nuestra calle. Llegan en enjambres, con sus motos de 125cc sonando como avispas cabreadas. Se detienen en doble fila, gritan números de pedido, aceleran. Son imparables. Su misión dura apenas tres minutos, pero dejan tras de sí un rastro de caos, ruido y un aroma a pizza cuatro quesos que se mezclará con el curry de la tarde en una sinfonía olfativa del apocalipsis.
01:00h: La batalla amaina. El grueso de las fuerzas de reparto se ha retirado. Pero el enemigo no descansa. El zumbido de los extractores continúa, más silencioso pero más siniestro, como la respiración de un monstruo dormido. Desde mi puesto de observación, veo a un vecino del 2ºA, un hombre valiente, asomado a la ventana con unos prismáticos, vigilando los movimientos en la nave industrial. Es el último centinela de la noche. Mañana hay que madrugar, y la pregunta que flota en el aire es la de siempre: «¿Podremos dormir esta noche?».
Análisis del Conflicto:
Esta guerra, amigos, es la paradoja definitiva del siglo XXI. Porque, seamos brutalmente honestos, ¿quién alimenta al monstruo? ¿Quién financia a este ejército de la fritanga que nos asedia? Nosotros.
A menudo, el mismo Antonio del bajo que se queja del olor a curry en el WhatsApp es el que, esa misma noche, decide que no le apetece cocinar y pide un pad thai por Uber Eats. La misma Marisa del 3ºB que maldice el ruido de las motos es la que celebra que Glovo le traiga el sushi en menos de 20 minutos.
Estamos en una guerra civil contra nosotros mismos. Queremos la comodidad del clic, la gratificación instantánea de la comida a domicilio, pero no queremos las consecuencias. Queremos la magia, pero no queremos ver el truco. Y el truco es este: una nave industrial fea, ruidosa y maloliente al lado de tu casa.
Las «cocinas fantasma» no son el enemigo. Son el reflejo de nuestro propio estilo de vida. Un estilo de vida que exige tenerlo todo, tenerlo ya, y si es posible, sin tener que levantarse del sofá. Y esa comodidad, amigos, tiene un precio. Y ese precio, a veces, huele a pollo frito a las tres de la mañana.