Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que interrumpir nuestra programación habitual para traerles una noticia de alcance sísmico, una de esas revelaciones que obligan a detener las rotativas y a reescribir los libros de historia. Olviden la fusión fría, olviden la cura de la calvicie. El eminente Juez Don Evaristo García, desde su modesto laboratorio en la Sala de lo Social Nº3, ha publicado hoy un paper que sacude los cimientos de la civilización occidental. Su tesis, de una audacia sin precedentes, es la siguiente: «La instalación de dispositivos de vigilancia subrepticia en el lugar de trabajo podría no ser del todo compatible con el concepto de tratar a las personas con un mínimo de decencia».
Repito para los que estén al fondo: espiar a la gente a escondidas, según un juez, está feo.
La comunidad científica, empresarial y filosófica se encuentra en estado de shock. Los teléfonos no paran de sonar en las sedes de las grandes corporaciones. «¿Pero cómo?», se preguntan los directores de Recursos Humanos. «¿Entonces todo lo que hemos aprendido en el máster de «Optimización del Capital Humano a través del Miedo» ya no sirve?». Ejecutivos de todo el país miran con tristeza esa cámara oculta que con tanto cariño instalaron en la maceta de la oficina. Se acabó una era.
Para entender la magnitud de este descubrimiento, debemos analizar el paradigma pre-evaristiano. Hasta ayer mismo, la creencia generalizada en el mundo empresarial era que el contrato laboral incluía una cláusula invisible por la cual el trabajador cedía, junto a sus ocho horas diarias, su dignidad, su derecho a la intimidad y, si me apuran, el riñón izquierdo en caso de necesidad. Se daba por hecho que un empleado, desde el momento en que fichaba, se convertía en una especie de hámster de laboratorio al que se podía observar, analizar y, si era necesario, aplicarle pequeñas descargas eléctricas para mejorar su productividad.
La instalación de cámaras en los baños, los micrófonos en la máquina de café o el software que monitoriza si pasas más de treinta segundos mirando una foto de gatitos no era espionaje. ¡No! Era «analítica de rendimiento». Era «cultura de la transparencia». Era «gamificación del entorno laboral». Habían inventado todo un diccionario de neolengua para justificar algo tan viejo como el mundo: el placer de vigilar al prójimo.
Y en medio de estas tinieblas, ha surgido la luz. El Juez García, cual Galileo moderno, se ha atrevido a decir lo impensable. No sabemos cómo ha llegado a esta conclusión revolucionaria. Quizá, tras años de profunda deliberación, consultando los textos de Kant y los papiros del Mar Muerto, tuvo una epifanía. O quizá, y esta es mi teoría, un día vio a su hijo de cinco años esconderse para quitarle una galleta a su hermano y pensó: «Coño, esto de espiar está feo». Una investigación empírica de una complejidad abrumadora.
La sentencia detalla sus hallazgos, que marcarán un antes y un después:
Principio de la Dignidad Residual: Se postula que los seres humanos, incluso después de firmar un contrato de trabajo, podrían conservar trazas de algo llamado «dignidad». Un concepto revolucionario.
La Paradoja de la Confianza: El estudio sugiere, de forma preliminar, que confiar en tus empleados podría generar un ambiente de trabajo más productivo que tratarlos como a potenciales delincuentes. Se necesitan más estudios para confirmar esta audaz hipótesis.
Teorema de la Privacidad en el Retrete: Se ha llegado a la conclusión casi irrefutable de que el tiempo que un empleado pasa en el cuarto de baño podría, solo podría, ser considerado de carácter privado.
La comunidad empresarial, atónita, ya estudia las implicaciones de este nuevo paradigma. «¿Y ahora qué?», se lamenta un directivo. «¿Tendremos que… hablar con nuestros empleados? ¿Preguntarles cómo están? ¿Fiarnos de ellos? ¡Es el fin de la civilización!».
Este descubrimiento abre la puerta a una nueva era de investigación judicial. ¿Qué otros misterios del universo nos desvelará la Justicia en los próximos años? ¿Descubrirán que no pagar las horas extra es «ligeramente ilegal»? ¿Llegarán a la conclusión de que convocar una reunión un viernes a las cinco de la tarde es «una forma de tortura psicológica»? ¿Declararán que el team building forzoso en un bosque lleno de mosquitos vulnera la Convención de Ginebra?
Los científicos de la judicatura trabajan sin descanso para darnos respuestas. Mientras tanto, nosotros, los ciudadanos de a pie, solo podemos maravillarnos. Hemos necesitado a un señor con toga y a un montón de legajos para poner por escrito algo que hasta el más tonto del pueblo sabía desde siempre. Y eso, amigos, es la prueba definitiva de que, efectivamente, el mundo se ha vuelto completamente majara.